Aquella mujer de estatura baja y complexión física delgada se me antojó enorme; con esa magnitud que solo pueden alcanzar las madres que ven en sus hijos una extensión de sí mismas y a las que no les sobra amor, porque lo apuestan todo por el futuro de sus retoños.
Al principio estaba inquieta, como nerviosa, a lo mejor por la grabadora o por la presencia de un extraño haciéndole preguntas íntimas. No paraba de moverse. Por cada frase hacía un gesto y decía sus palabras con la fuerza de quien se sabe fuerte, optimista, triunfadora, pese a que las malas jugadas de la vida intentaron lo contrario…
A ratos levantaba la vista. Fue entonces cuando descubrí, bien en el fondo de sus ojos, una pequeñísima señal de humedad. Apareció cuando me contó de su tesoro, su premio, como también la llama. Su pequeña «no llegó completa», dijo; sin embargo, la completaron en familia, y le dieron mucho más de lo que le faltaba: confianza, fe, decisión, voluntad y mucho amor.
Porque su hija Dailín nació con ictrodactilia (falta de miembros en manos y pies), pero jamás la hicieron sentir inútil, acabada, inferior, diferente; al contrario, le dieron toda la confianza del mundo para que intente siempre sobreponerse a todos los obstáculos.
Y esa energía materna y familiar ha sido tan fuerte como la de todo el universo. Y la niña ha logrado realizarse, al punto de que fue la más integral de las Olimpiadas Especiales este año. «Tratamos de que lo logre o al menos lo intente; no le damos espacio al negativismo», sentenció la madre.
Ello —pese al dolor en el pecho que siente cuando la ve tratando, con visible esfuerzo, de alcanzar un sueño, o cuando recuerda sus primeros pasos, sus primeras palabras a ella— termina en una inmensa alegría cuando su niña triunfa en sus propósitos.
Contó admirada cómo saltaba la suiza, corría en sacos, jugaba con la pelota y hasta montaba bicicleta, en una que el papá le acondicionó especialmente para que pudiera manejarla.
No me di cuenta de cuándo la humedad de los ojos de esta madre se hizo sonrisa; pero recuerdo que ese cambio emocional de la tristeza a la alegría, ocurrió cuando comenzó a recordar todas las hazañas de su hija, los logros de su esposo, de su familia, de los maestros, de Fidel, de la Revolución y de Cuba, que también son parte de sus ternuras, porque siempre la cobijaron junto a su niña y los suyos.
Confieso que me contagió tanta emoción. Entonces reímos. «¿Nunca han sentido lástima por ella?», le pregunté ya con más confianza. «Eso no —me ripostó. La lástima no es buena. Aunque duelan las cosas, lo importante es transmitir energías positivas, para que sienta que todo se puede».
Al despedirse, con la misma prontitud que vino, sentí que regresaba a sus labores tranquila y confiada, segura y feliz. Su niña, a pesar de las limitaciones físicas, no es una discapacitada para ella. Su hija desafía a diario a la vida y, con su ayuda y amor, lo está logrando.
Y Cuba está plena de madres como esta, de las que se empinan para impedir cualquier exclusión o absurda compasión por sus hijos, porque ellas no los traen al mundo para que se les empequeñezca, sino para hacerlos crecer, crecer, crecer.