Siempre toca a mi reja con descompostura, golpeándola con no sé qué objeto atronador. A veces, cuando me da tiempo y no grita el nombre que lee en el recibo, siento cómo el pequeño animalejo gruñón que alojo se despereza; pero le doy unas palmaditas mentales, le detengo la furia y voy al encuentro del cobrador.
El hombre no saluda. Solo quiere cobrar. Le complazco con prontitud para que se vaya rápido y ruego porque un día le cambien la ruta y me envíen uno más... —ni siquiera amable, no tanto— más... educadito, al menos. Pero no sucede, y el próximo mes vuelve. Yo, sin tiempo ni para molestarme, brinco de susto cuando llama ese estrépito humano. Lo peor es que nada puedo hacer, porque a él le toca cobrar —a la manera que entienda, parece— y a mí, cumplir con mi deber social (y aguantar).
Este es uno de esos congéneres que van por la vida dejando un mapa de vastas intrusiones sin tarjetas de invitado, de llamadas telefónicas a deshora, preguntas indiscretas, visitas insensatas en el horario más inesperado, gente con alma de nudista que no entiende cuándo hay que vestirse de vergüenza y adornarse de buena educación... Sencillamente, perturbadores del orden individual.
Supongo que nadie les enseñó nada parecido al precepto de que «el respeto al derecho ajeno es la paz». Pero no se puede andar por ahí, torpemente, alimentando sinsabores, desordenando la tranquilidad social, simplemente porque uno no sepa que existen normas cívicas, o porque quizá un día alguien las mencionó pero las olvidamos, o les restamos importancia a esos códigos de «gente delicada y perfeccionista».
A esos, a los que nada apena, les da igual abrir la puerta en calzones y pecho al descubierto, como si no hubiesen pasado siglos de civilización antes de su nacimiento. Son de la misma especie de los que van a la universidad como quien marcha a un campismo, o de los que recuerdan decir los buenos días u otras palabrillas similares, pero no las pronuncian porque tanto movimiento labial es mejor emplearlo en situaciones de «más provecho».
A veces, quizá, ni nos demos cuenta. Ha pasado tanto tiempo desde que estábamos de acuerdo, por ejemplo, en que al llamar por teléfono era mejor identificarse primero —después de saludar, claro— antes que preguntar con hosquedad y autoritarismo: «¿Quién me habla por ahí?» o, en el peor de los casos, «¿Quién eres tú?». ¡Y ni hablar de la telefonía celular, que nos ha enseñado tanto a ahorrar palabras, centavos, tiempo… y educación!
Ahora es mucho más probable que le llame a usted cualquiera desde las 11:00 de la noche hasta casi las 6:00 de la mañana, sin que importe si duerme o invierte sus horas nocturnas en cualquier otra actividad. La cuestión es que puede ser hasta un equivocado, un amigo o conocido que pudiesen esperar al día siguiente, mas decidió llamarlo y punto. Lo demás no interesa.
Y ya que le menciono ciertas actividades nocturnas, ¡qué horror trae la noche para los dueños de portales mal iluminados! Ahí sí que el civismo se fue a tomar un descanso. Para qué pensar en tales temas —supondrán— si hay que aprovechar espacio y tiempo poniendo en práctica «mi física y tu química». Que lo cuente aquella señora que —perdida toda compostura— arrojó por su ventana un cubo de agua fría a aquellos dos «científicos de la madrugada» para que se largaran a hacer experimentos a otro lado.
A otro lado también quisiéramos enviar a quien llega con su carga de humo nicotínico a nuestro hogar, y aunque le miremos con todos los rostros posibles, es más, aunque se lo digamos, no acepta dejar «el cabo» para una lucha íntima, cuerpo a cuerpo.
Pero no, cuerpo a cuerpo son las guerras que se libran para abordar un ómnibus u otro aparato con ruedas, luego de burlar alguna cola sin pies ni cabeza. Yo no sé en cuántos años me aventajará el origen de las colas, pero por muy antigua que sea, creo no equivocarme cuando pienso que la idea original de su creación fue la de organizar a unos cuantos que confluyesen a un lugar determinado por un objetivo similar. Ahora no, ahora las colas sirven para probar fuerza, destreza y hasta descaro. Y de una patada, a allá lejos, casi invisible y destruido, mandamos al civismo.
En pos de no alargar más esta serie melodramática, dejo para próximas temporadas otras anécdotas más o menos impactantes. Ah, y la culpa, esa enemiga de todo desarrollo, sigue martillando la cervical del aula y el hogar. Parece la historia sin fin, en la que una serpiente se muerde la cola, no por cuestiones de técnica narrativa, sino porque mira, con impotencia, cómo la sociedad quebranta el avance de la civilización. Mientras, los bichos ra-rí-si-mos que conservan la originaria idea de lo que «debe ser», a veces se preguntan si no serán ellos los equivocados.
Ahora, si me permite y no es molestia para usted, quisiera escuchar sus opiniones. Gracias. Que tenga un lindo día.