Todavía recuerdo el nombre de cada uno de mis maestros, y sus rostros acuden a mi mente como si los estuviera viendo a través del cinematógrafo. Tales remembranzas no son fruto de una memoria prodigiosa, sino de la huella profunda que en mí dejaron aquellos hombres y mujeres inseparables del libro, la tiza, la pizarra y el borrador.
Y es que el maestro ocupa, después de la familia, un lugar entre las personas más importantes que uno tiene en la vida. Y si sabe mezclar la ternura y el amor con la enseñanza, puede llegar a ser para el alumno un segundo padre o una segunda madre.
No en balde, año tras año, los vemos encariñarse con el grupo y engañarse pensando que al siguiente no lo querrán como a este. Enseñan cuanto saben sin egoísmo, porque sueñan con que sus estudiantes sean mejores que ellos. No se conforman con verlos partir definitivamente del aula y siempre quieren saber en el futuro qué ha sido de sus muchachos. ¡Esos son los buenos maestros, los que aman lo que hacen, los que fundan, los que tienen vocación!
Lo injusto es que ni siquiera podrán imaginar cuánto de ellos se fue con sus pupilos, a quienes nunca les alcanzará luego el tiempo para decírselo. Porque si de los padres se hereda el carácter y se obtiene la formación básica en principios y en valores, los maestros nos abren las puertas al saber y completan lo que en casa pudo faltar.
En la escuela Orlando Pantoja Tamayo, en Alamar, la maestra Melba, que antes lo había sido de mi hermana y mucho después lo sería de mis dos sobrinos, formó mis incipientes nociones del mundo. ¿A qué estrella se habrá ido María Elena, mi maestra de primer grado?, me preguntaba entonces con ingenuidad infantil. Ella murió de una agresiva leucemia. Fue mi primer enfrentamiento rudo con la muerte, y aún hoy no he entendido del todo por qué aquel ser tan joven y generoso nos abandonó.
Esa labor la continuaron Rosa, María Antonia, Juanita y Caridad Rojas en quinto grado, y Marta y Eduardo en sexto. No puedo olvidar que Juanita nos enseñó como nadie a amar a Martí y siempre nos hablaba de Hemingway, su vecino de la infancia en su natal San Francisco de Paula. Las clases de Caridad las sigo recordando con admiración, tanto como aprecio hoy, pese a su avanzada edad, su voluntad de continuar frente al aula y su fuerza para inspirar entre sus alumnos el mismo respeto de antaño.
También en la secundaria básica 26 de Julio había muy buenos maestros. Allí, tres mujeres influyeron decisivamente en mi formación. Como profesora guía, Juana no escatimó esfuerzos en atendernos; Estela nos transmitió la pasión por la historia de Cuba; y Sarita fue un faro en los años más duros del período especial, pues con sus clases de Educación Cívica nos inculcó que había que ser tierra firme en medio de la tempestad y que la decencia jamás pasaría de moda.
La escuela Lenin fue una experiencia galáctica, por las vivencias únicas, el entusiasmo de la muchachada y los excelentes maestros, quienes habían permanecido en el centro por amor a su profesión, aun cuando una parte de sus compañeros se había desplazado a otros sectores mejor remunerados como el turismo. Nelson Lorenzo, Pepe, Teresa, Conchita, Alfredo, Minita, Griselda, Taycel y Lupe nos entregaron un caudal de conocimientos y nos hicieron, por mucho, mejores seres humanos.
Aunque la Universidad era realmente otra cosa, porque llegaba el fin del paternalismo en los estudios, en la Facultad de Comunicación tuve otra vez la suerte de contar con inolvidables profesores, algunos de los cuales son hoy mis amigos, como Marcia, María de los Ángeles (Maritín), Irén, Miriam y el sabio de Bermúdez.
Luego vendría el tiempo de caminar solo, sin el acompañamiento del maestro, por la ruta profesional. En ese deambular he tenido la dicha de verme frente al aula y he podido darme cuenta del sacrificio que supone preparar clases, revisar exámenes y tratar de estar a la altura de lo que los estudiantes esperan de uno. Eso, créanme, es una labor difícil y de mucho empeño.
No puedo dejar de expresar en este recuento que, como para muchos cubanos, ha sido José Martí mi más perdurable Maestro. La Edad de Oro fue mi libro de cabecera en la niñez. Como toda su obra y su vida misma, este texto responde a un proyecto emancipatorio del hombre, de la nación cubana y de la América Latina. En Martí se resume la tradición pedagógica de nuestro siglo XIX. Discípulo de Rafael María de Mendive, quien a su vez lo fue de José de la Luz y Caballero, y este del padre Félix Varela, sabía, al igual que sus predecesores, que era esencial tomar el magisterio y ganar al niño, para que Cuba fuera tan isla en lo político como lo está en la naturaleza, que era el criterio firme de Varela.
Pasará el tiempo y volarán cientos de águilas por el mar, pero nunca olvidaré a mis maestros que, como muchos otros en cualquier parte de Cuba o esa monumental Carmela que nos mostró la película Conducta, se han entregado a crear hombres libres en aras de las aspiraciones puras de la Patria. A todos ellos no bastará con decirles muchas gracias. Merecen nuestra eterna gratitud.