La catástrofe sobrevino esta mañana al bajarme del taxi. Apenas puse un pie en la acera (el izquierdo, por más señas), mi sandalia decidió que no me acompañaba ni un paso más y me abandonó a mi suerte… mejor dicho, a mi mala suerte.
En semejantes condiciones poco puede hacerse: lejos de casa, sin conocer la localización del zapatero más cercano y sin dinero suficiente para «tomar por asalto» cualquier tienda aunque sea para comprar un par de chancletas de a peso (¿será que eso existe todavía?). No quedaba otro remedio que seguir adelante a como diera lugar. ¡Pero qué tarea la mía!
No sé por qué, pero cada vez que alguna pieza de nuestro vestuario se rompe en plena vía pública, nos sentimos avergonzados y tratamos de ocultarlo, casi siempre sin éxito. Esta vez no podía ser diferente.
Comencé arrastrando el pie, poniendo todo mi empeño en disimular con mi mejor cara de «aquí no ha pasado nada», como si avanzar renqueando fuera lo más natural. Mi paso, obviamente, se hizo más lento. Mientras, revisaba los rostros de quienes cruzaban por mi lado, intentando detectar si notaban mi apuro, tratando de buscar en sus ojos hasta el más insignificante rastro de una burla que justificara mi sensación creciente de estar haciendo el ridículo.
Cuando era ya evidente mi fracaso histriónico en el papel de coja, adopté el plan B recomendado en estos casos: expresión facial de víctima resignada, en un intento de despertar la empatía y/o lástima en lugar de un escarnio público.
«Esto puede durar bien poco», pienso cuando me doy cuenta de que nadie se compadece, ni le parece importar demasiado a persona alguna el hecho de que se me haya roto el zapato. Y entonces empieza a parecerme incluso más ridícula mi vergüenza anterior, mientras me sumerjo en una suerte de disquisición socio-psicológica sobre las actitudes humanas frente a los zapatos rotos.
¿Será que a la gente de otros países también se le rompen los zapatos en medio de la calle? ¿Les dará pena cuando les pasa o solo a nosotros nos resulta agobiante un suceso tan normal y común? ¿Qué hacen «allá afuera» cuando se les rompe un zapato en la calle? ¿Lo disimulan, o se ríen y dicen como Pilar «yo tengo más en mi casa»?
Una vez llegado a este punto de mis cavilaciones, decido terminar con la agonía y mandar el mundo, con sus opiniones incluidas, al quinto pino. Me agacho, saco primero la sandalia rota, luego la sana y las guardo sin prisa dentro de la cartera. ¡Listo! Doblo satisfecha los dedos de los pies, que ahora «saborean» el duro cemento de la acera, y levanto la mirada mientras comienzo a andar con cierto aire de despreocupación, aunque atenta para no pisar «regalitos» dejados por los perros, colillas de cigarro, charcos, cristales rotos…
Ahora sí que las personas me miran, pero poco me importa. Se me rompió el zapato ¿Y qué…?