Las amonestaciones andan por las pasarelas económicas y sociales del país. Son como nalgaditas suaves, sacudiones de hombros o regaños al paso, para esos «traviesos» que trastocan el orden, el rigor y la disciplina, sembrando la impunidad y el descontrol. Leves tirones de oreja para que no lo vuelvas a hacer, sobre todo cuando la charranada se revela públicamente en un medio de prensa.
Ya privada o pública, la amonestación como medida disciplinaria se concibió como alerta ejemplarizante para el primerizo en quebrantamientos y entuertos; por aquello de que la sanción también debe tener gradualidad de acuerdo al calibre de la falta.
Pero cuando el regaño se hace costumbre, pierde su filo y se convierte en formal manoseo de normas y preceptos. Hace mucho tiempo que la amonestación extravió su fin ejemplarizante y devino «piadosa» pasadita de mano en esos sitios donde las cosas andan patas arriba.
Lo puedo atestiguar con la experiencia de 16 años timoneando la sección Acuse de Recibo de este diario: los lectores airean sus quejas en esta ventana democrática —abierta de par en par—, luego de quemar sus naves allí donde se registra el problema, y más y más arriba, sin encontrar una solución. Denuncian lo que está a ojos vista, lo que debiera segarse antes de proliferar impunemente...
Y es entonces cuando los responsables buscan el microscopio para diseccionar lo que no vieron antes, o no se preocupaban por ver. Porque esos encerrados en sus oficinas y perennemente reunidos, sin una retroalimentación en el terreno, son responsables con su descontrol de que el mal perdure y se ramifique.
Ah, cuando el asunto es vox pópuli, van a degüello, en el mejor de los casos a cortar la visible mala hierba, aunque dejen la raíz. En ese momento expulsan a los comisores directos. Y responden como si ya estuviera solucionado, sin tocar apenas el nervio del asunto, que un buen día vuelve a hacer crisis.
Y mientras despiden a responsables directos, muchas veces prodigan amortiguadas amonestaciones a los superiores inmediatos, esos que debían haber atajado y coartado a tiempo el agravio público. Y no se preguntan a sí mismos en qué medida permitieron tales lances con su inobservancia, ni se piden cuentas por ello.
Dudo mucho de las «curas de caballo» intempestivas, al son de la revelación pública, si no van acompañadas de una disección sistémica de lo que anda mal de raíz, y una revisión de las estructuras y funciones, caiga quien caiga, y cambie lo que haya que cambiar, fidelistamente hablando.
Al final, preocupa más que esos desórdenes se registren en sitios donde, supuestamente, las organizaciones políticas y de masas, incluyendo el sindicato, —la visión civil y no administrativa de las cosas—, deben prever, velar y exigir por la buena marcha de la gestión. Ello reafirma que esos supuestos agentes de control terminaron en la complicidad o en el «mayordomeo» de las distorsiones, sin ejercer su papel de contrapartida.
Y en tal sentido, el socialismo cubano —lo he dicho otras veces— requiere de un empoderamiento de las masas, en sus estructuras civiles y no oficiales, que les permita trascender los roles de reafirmación y conjurar a tiempo las corrientes de adormecimiento, burocratización, venalidad y corrupción, que son los principales enemigos internos.
Dejémonos de tantas nalgaditas, regaños y tirones de orejas cuando ya el mal anda haciendo de las suyas. Y, sin extremismos ni bandazos, empecemos por exigirnos unos a otros, de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba. Lo que está en juego es la democracia socialista y la Revolución, la credibilidad en las instituciones. Y eso es algo muy serio, como para no adormilarse.