La vía pública se ha convertido en un martirio para la mayoría de los choferes. Poco importa el número de neumáticos o la dimensión de sus vehículos. En realidad, lo mismo se exaspera el conductor del bicitaxi que el del auto ligero. El motorista y el ciclista blasfeman también por culpa de esta suerte de irracionalidad callejera. Se trata de una enajenación que en cada jornada incorpora a su cofradía nuevos adeptos.
El caso es que a un creciente número de personas le ha dado últimamente por transgredir una obviedad del tránsito: las calles se concibieron para que circulen los medios de transporte y las aceras para los peatones. Como la esencia de esta perogrullada se ha invertido, en ciertas arterias —y en cualquier ciudad de Cuba— los choferes se ven precisados a moderar la marcha o, incluso, a aplicar los frenos, para concederles el «derecho» de vía a la gente que va a pie.
De nada sirven los bocinazos, las advertencias ni los gritos. Los irresponsables insisten en circular con parsimonia por el mismo centro de las calles, indiferentes al potencial peligro que los acecha. La situación se manifiesta, principalmente, en horario laboral, cuando las tiendas están abiertas al público y los peatones hacen del trasiego una recurrencia. Me quedo corto al decir que llama a preocuparnos.
El modus operandi elude los dogmatismos, pues no todos los paseantes se comportan igual. Están quienes cruzan la calle con absoluta tranquilidad, sin comprobar siquiera la cercanía o no de un vehículo en movimiento. Para ellos los pasos peatonales no existen. He presenciado a más de un automóvil hacer chirriar con estridencia sus gomas sobre el pavimento para no atropellar a uno de estos insensatos con vocación de suicida.
Lo paradójico del asunto es que, en buena parte de los casos, los «ofendidos» resultan ser… ¡los peatones! Pasado el susto, se permiten increpar y tildar de culpables a los conductores, quienes suelen llevar siempre la razón. La semana pasada fui testigo de un lamentable incidente de esta naturaleza. Terminó con un altercado a trompadas que requirió de la pertinente intervención de la policía.
Hay más: se está perdiendo la costumbre de caminar por las aceras. Muchas personas —demasiadas, diría— prefieren hacerlo un escaño más abajo, es decir, por el asfalto. Claro, también sucede que, en algunos sitios, estas se utilizan para menesteres ajenos a su función primigenia. Así, no es raro que se usen para parquear bicicletas mientras se realiza una gestión en las proximidades, y hasta para colocar puestos de merolicos…
Como mismo existen severos correctivos para los choferes que quebrantan lo previsto en la legislación del tránsito, los hay también contra quienes se obstinan en escamotearle la calle a la circulación vehicular. Lamentablemente —y es una opinión personal—, no percibo que estas últimas conductas sean objeto de frecuente notificación por parte de las autoridades ad hoc. Si se procediera a sancionarlas, otro gallo cantaría.
Este problema no se resuelve con pitazos ni con insultos, sino con la toma de conciencia de que la calle es para los vehículos y la acera para los peatones. Es la garantía de seguridad para no tender un trágico corredor hasta los salones de emergencia de los hospitales... ¡o quién sabe si hasta más lejos!