Con extrema humildad y como está plasmado en el título de este libro que hoy presentamos, Enrique Núñez Rodríguez nos legó un inventario de la realidad monda y lironda de la vida cubana. Nada humano le fue ajeno, nada lo hizo estirar el cuello o desviar la vista de las cosas del diario vivir. Su entrega apasionada a eso que llamamos costumbrismo cubano la hizo con gran despliegue de su curiosidad omnívora y de su peculiar olfato de cáustico y perspicaz humorista. Sucesor de Eladio Secades, Guillermo Lagarde y de toda una rica generación de agudos escribanos como él gustaba definirse, Enrique superó con creces a sus antepasados con un humorismo del más supremo linaje y con un profundo sentido de la ética social.
Comprobé en el día a día de nuestra amistad esa cualidad suya, así como su modestia. Como él mismo me decía, nada hay más malvado que un falso modesto con piel de oveja. No hizo guiño alguno a lo superfluo o banal. No traicionó el lenguaje oral que le garantizaba la autenticidad expresiva. No olvidó jamás ni su terruño, el mítico Quemado de Güines, su Macondo, ni a sus entrañables amigos, algunos de los cuales fueron motivo de sus crónicas. Vendió su bicicleta pero no su alma al diablo como muchos que olvidan su lugar de origen y se tornan en engreídos cosmopolitas de café con leche. Su humor reflexivo, desde la misma cepa de su arraigada identidad haría mucha falta hoy, como escribió su amigo Abel Prieto para sustanciar la médula de la nación, frente a la avalancha foránea de mediocridad que la erosiona.
Fue un cronista inveterado, con una pluma ardiente y afilada que dejó profundas cicatrices en el mapa de la cotidianidad. Dueño de una vena histórica y un rasgar irónico en el velo de la farándula, hizo del periodismo un sacerdocio. Su texto sobre la metamorfosis de los olores y su materialización en el recuerdo y la nostalgia es antológico y revela con creces su sensibilidad poética. Su teatro, heredero también del mejor vernáculo, y de Arquímedes Pous, Federico Villoch y Gustavo Robreño, marcó una huella imborrable en el Martí que le rinde perpetuo homenaje en sus paredes y cuyo eco resuena hoy entre bastidores del coliseo de Dragones y Monserrate.
Enrique no tendrá sucesor. Los adelantos tecnológicos que nos informan y abruman no dejarán espacio jamás para una sensibilidad así, amante de la tinta y de las ruidosas máquinas tipográficas. La pequeña crónica, la mordaz y a la vez tierna, no cabe ni en blogs ni en twitters.
Hoy hablamos otro lenguaje, seguramente más necesario pero con menos lisura y densidad sensorial. Con más improvisación y desenfado; con más premura.
Enrique contribuyó al patrimonio de la vida cultural cubana, tanto en sus chispeantes obras de teatro como en sus anécdotas personales que nos dejaban boquiabiertos y hacían reír al más encartonado. Su memoria de elefante, su salpicado humor, no tuvieron parangón. El fue único por su proverbial juventud «adolescentaria», por su amor a la vida, al placer de beber y fumar sin descanso pero con elegancia y donaire. También al disfrute de los placeres del béisbol, a las damas sicalípticas, a la conversación que era su mayor placer, a la amistad que era otro de sus sacerdocios y a Fidel, a quien casi sin voz y con estremecida emoción invocó en su última presencia en la Asamblea Nacional, días antes de partir sin despedirse de nosotros. Hoy lo recordamos con una mezcla de alegría y tristeza, porque como ya dije él fue una especie en extinción.
¡Vivan su ejemplar magisterio y su corazón gigante!
*Texto que será leído en la presentación del libro El vecino de los bajos, de Enrique Núñez Rodríguez, este propio sábado.