El díscolo muchacho se pierde en ese andar de prisa, en ese afán de gozo, el díscolo muchacho que nos silba, gran silbato.
Esa frase fue lanzada, quizá a una velocidad de 90 millas, por un espirituano parado en la grada de estreno frente al montículo. El calor no detuvo la euforia de los cerca de 12 000 espectadores, quienes gritaron luego de esas palabras que hicieron retumbar al coloso de los Olivos.
De esa forma se daba vida al estadio José Antonio Huelga con un juego entre Cuba y Venezuela, en los días del VI Torneo Internacional de Béisbol en honor al Héroe de Cartagena de Indias.
Las mujeres que lo conocieron lo amaron, muchas fueron, pero su prisa es tanta que no sabe qué quiere. Quizá, en esa prisa, se detenga un momento y lance, no la bola, sino un silbato nuevo que nos llene de llanto.
Otra vez volvió la algarabía a esa instalación cuando develaron la estatua de Huelga, pelota en mano y pie levantado, como se lució, por vez primera, cuando su equipo se enfrentó por el título provincial contra el fuerte Camajuaní. No tenían lanzadores frescos y el mentor echó mano al pelotero del Central Tuinucú. ¿Resultado? Ganaron los espirituanos 6 a 5, primera victoria de Huelga, y empataron la serie. Comenzó entonces una nueva etapa de su carrera en el béisbol, que lo llevó a las alturas, aunque no se creyó inmortal.
Ojalá que algún día al díscolo muchacho con su inquietud infinita, con ese afán de goce, con el andar de años nos pueda regalar, nuevamente, «el silbato de José». Es un José distinto, con tiempo limitado con prisa distinguida, quiere morir y vive, quiere vivir y muere.
Huelga vive en esta tierra que lo vio nacer y formarse. Y no desde julio de 1991, cuando abrió las puertas el estadio con su nombre: varias generaciones han crecido a la par de la leyenda, pues él es una figura en la eternidad.
Ahora tendría más de 60 años y quizá no se perdería ni uno de los enfrentamientos realizados en el coloso de los Olivos. Ofrecería sutiles consejos ante las difíciles jugadas a quienes se enfrentan en el terreno a los strikes y las bolas, y también al resto del equipo... Mas no pudo ser así: un accidente automovilístico lo sacó del reino de este mundo el viernes 4 de julio de 1974, hace exactamente ya 40 años.
El díscolo muchacho está de fiesta, se inquieta en el bullicio, de tragos, discusiones, anécdotas, sentimos esa rara impresión de tanta prisa…
El José Antonio Huelga se estremece con cada jugada espectacular. Dicen los más viejos que, en ciertas ocasiones, se divisa al final del campo de juego la camiseta con el número uno. Casualidades de esta vida, así se distinguió en su uniforme de Azucareros, Las Villas y el team Cuba, defendiéndolo siempre en Cuba y más allá. Con total entrega, como dejan ver esos seis juegos de no hit no run que lanzó en su carrera deportiva.
Y en el coro de amigos su presencia, su risa, es una risa triste, es una risa alcohólica, es la suma del llanto que se mezcla con la risa y la prisa, de un alma melancólica.
La afición se levanta. Gritos, sonrisas, el pueblo aclama a uno de los más grandes peloteros de la historia del deporte cubano. No se trata de apología barata: el Héroe de Cartagena de Indias sale al montículo que nunca pisó.
Se detiene con mirada fija hacia el adversario. Frunce el seño, sabe que es grande y que todo está bajo control. Solo queda un out para la gran victoria. Serenamente lanza. El bateador nunca ve la pelota. La euforia se dispara. Nadie entiende qué sucede, pero jamás el pitcher regresa al terreno. Su nombre, solo, recorre la instalación.
Es parte de un lenguaje fugaz donde el tiempo no alcanza, es parte de la bola que tira. Sentimos esa rara impresión cuando estamos con él y nos admira.
Nota: Los textos publicados en cursiva son de la autoría de René García, amigo de José Antonio Huelga. Fueron escritos en diciembre de 1973.