Luis Enrique, profesor de Lexicología y Semántica de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, suele hacer una anécdota ya tradicional en sus clases. Cuenta con sonrisa pícara de cómo cambia su registro lingüístico cuando conversa con sus amigos de infancia en una barriada de San Miguel del Padrón y deja de ser entonces el profe de Semántica para compartir con sus «yuntas» y «ecobios» de la infancia, sin «despertar sospechas» de toda naturaleza.
Sin embargo, una de mis vecinas, frustrada poetisa, sostiene una lucha ardua con la lengua y consigo misma. Se esfuerza tanto por mantener su conversación en lo que ella llama «un tono apropiado», que se le puede oír presumiendo de su «propiedad» en todo tipo de situaciones y circunstancias.
Para ella una celebración en el CDR deviene «alborozado convite», el mercado nunca deja de ser «un recinto ferial» y la escuela de los hijos será en toda circunstancia «el centro educativo». Por supuesto, más de una vez ha dejado un silencio incómodo luego de sus comentarios, esa indefinible sensación en sus oyentes de que algo en su «conversación apropiada» simplemente no es tan apropiado.
Para los que la conocemos bien, por supuesto, sus desatinos lingüísticos son rasgos pintorescos de una interesantísima personalidad, pero no es muy bien recibida cuando debe ir a comprar viandas al agro, o a renovar su contrato del gas, o a pedir una pizza en la cafetería de la esquina…
Y tal vez resulte escandaloso a primera vista. Sin embargo, podemos afirmar con seguridad que la actitud (lingüística) de mi querida vecina es la misma que asumen muchos de esos «malhablados» de los que tanto nos quejamos todos los días, personajillos que hacen de las llamadas malas palabras casi una muletilla en la conversación y de las que echan mano sin distinción de casos, espacios o pertinencia.
Resulta que ambos, mi vecina y nuestros archiconocidos malhablados, caen en el mismo error como hablantes: no diferenciar las situaciones comunicativas. Y en ese punto, resulta tan poco adecuado soltar una palabrota en una conversación común o un espacio público, como lamentarse de un golpe inesperado espetando que «tremebundo impacto ha perdido mi razón». Actitudes como esa, sobre todo si quien lo intenta, de hecho, no logra alcanzar la competencia lingüística que pretende, devienen patético esfuerzo que deja al hablante mal parado y, lo peor, suelen afectar la comunicatividad, necesidad elemental de todo acto de habla.
Lo que deberíamos buscar, de hecho, es comportarnos como lo que los lingüistas llaman hablantes integrales, o sea, ser sujetos capaces de reconocer las distintas situaciones comunicativas y de poseer el arsenal lingüístico adecuado para adaptarse a ellas.
Mantener siempre un registro lingüístico formal o culto, lo mismo en una fiesta, en una reunión de trabajo, en clases o mientras almorzamos con los amigos, no es muestra de las buenas maneras del hablante sino, contrariamente a lo que muchos hemos creído alguna vez, denota precisamente lo opuesto.
Seamos suficientemente educados como para intentar los más exquisitos ensayos literarios, si nos toca, para no quejarnos de la tardanza de la guagua con demasiada pasión, pero también, lo suficientemente modestos y lógicos para compartir en la barriada, en el sitio y el momento adecuado, como el profe Luis Enrique, con nuestros «yuntas» y «ecobios», sin ningún tipo de prejuicios.