Son las dos palabras más llevadas y traídas todavía en informes económicos o en asambleas para explicar o, mejor, justificar cualquier desliz y dejar en el aire la respuesta exacta del porqué, es decir, la verdadera realidad.
Aunque está clarísimo, por definición, el significado de esos términos: lo objetivo y lo subjetivo, es usual que ciertos individuos distorsionen la realidad al emplearlos colocando uno detrás del otro, sin arroparlos con los argumentos del impacto real que ocasionó cada uno, por separado, en el hecho concreto.
Tamaña sutileza, utilizada en especial cuando lo mal hecho mayorea por falta de exigencia y otras incongruencias, sirve para dejar en el aire muchas respuestas y hacer constar que todo no fue por culpa del hombre y su gestión.
Sin desconocer a esos especialistas caracterizados por suavizar los informes, por aquello de que «esto o lo otro no conviene» (¿a quién?), lo peor resulta que esta manera de decir, bastante extendida, se utiliza como si bastara mencionar esas dos palabras mágicas para que todo el mundo entendiera, exactamente, las causas y consecuencias de lo acontecido.
De esa manera eluden fijar, con precisión, en qué medida se debió a la actuación del aparato administrativo o por imperativos ajenos totalmente a su gestión.
En definitiva, al afirmar que tal cuestión fue a causa de lo objetivo y lo subjetivo, dicen una verdad solo a medias, porque les conceden igual valor cuando debemos deslindar en qué medida influyó una y otra en la situación.
Esto origina que si uno se lee un informe redactado de esa forma o, incluso, si a veces toma de él y traslada mecánicamente el lenguaje burocrático a la prensa, más que ilustrar confunde, y deja a la gente en el limbo.
Escritos sin desmenuzar cada uno, tampoco hay quien pueda saber realmente cuáles fueron los problemas objetivos y los subjetivos, pues se esfuman gracias a un giro gramatical generalizador y envolvente que nada aporta al conocimiento, pero que enmascara, suavemente, el verdadero resultado final de la gestión.
A veces deviene imposible saber claramente si una producción la malograron debido a que carecían de materia prima (lo objetivo), o por problemas que competen al funcionamiento de la entidad (lo subjetivo).
En la mayoría de las ocasiones podemos concluir que determinaron ambas cuestiones, lo cual equivale a reconocer a la subjetividad —léase mejor la subjetividad viciada por la improvisación y la descoordinación— como un protagonista cotidiano más en el escenario productivo, con sus secuelas irreparables de daños, cuando solo debería estar presente de manera excepcional.
En verdad, es hora ya de que la concepción que anida detrás de este último vocablo, esa que avala infinidad de hechos de peso —desorganización, indisciplina, falta de previsión, incumplimiento de normas técnicas…—, desaparezca como freno de la producción o los servicios. Y para ello tampoco hace falta recurrir a los innovadores, ni exportar ningún recurso.
Solo depende de que cada cual haga bien, simple y llanamente, su tarea, a fin de que esa otra subjetividad, la dañina, deje de agujerear el bolsillo de la sociedad y continúe presentándose como un elemento prácticamente inherente al quehacer productivo, presente por doquier como el marabú… aunque, al menos, este último sirve para hacer carbón.