No será esta la reseña de una segunda parte, pasadita en libras, de la oscarizada película estadounidense de los hermanos Ethan y Joel Coen, No es país para viejos (2007), que le valiera incluso un codiciado premio al español Javier Bardem. No será esta tampoco una anécdota ambientada en la frontera mexicana de los años 80. Esta es la historia de tres corpulentos personajes, que viven en Cuba, en pleno siglo XXI.
Carlos sobrepasa las 300 libras. Es obeso, rollizo, protuberante, como se le quiera denominar. Él, ya de cariño, por adaptación y hasta cierto punto como un mote amistoso, desalojado de complejos, se hace llamar a sí mismo Carlos, el Gordo.
Pero, para Carlos, el Gordo, no es fácil; las tiendas son museos textiles. No hay mucha ropa disponible para hombres de su talla. Las 5XL parecen vestuario de películas de gigantes en una lencería que trata a los hombres cubanos como pesos minimosca.
Olga, en cambio, siempre ha intentado hacer una dieta rigurosa. Ha acudido a la Casa del Diabético en su provincia, a las consultas de nutrición, a los consejos de los gurús de Internet. Ha logrado bajar apenas unos kilos en par de ocasiones y, cuando más, solo se mantiene en su peso. Sabe que su desproporcionada obesidad es dañina para su salud, y trata de evitarlo.
Olga tiene su familia fuera de provincia, a kilómetros de distancia. Y aunque quiere mucho a los suyos, no le gusta viajar. El transporte público para alguien así es de terror. Los asientos de los camiones apenas son una tablilla metálica o de madera que cosquillea solo el 20 por ciento de sus glúteos, y en las Yutong, propias de estirpes asiáticas, necesita asiento y medio, como mínimo, para acomodar sus carnes.
Manuel es otro mundo. Ama el ballet, adora las puestas en escena de los clásicos de Chaikovski; idolatra Muñecos, de Alberto Méndez; «mata» por ver a Viengsay Valdés bailar. Igual que con la danza, persigue los últimos acontecimientos y estrenos cinematográficos. Pero Manuel ya no va al teatro; incluso, lo piensa dos veces antes de ir a un cine. No hay asientos para personas como Manuel; él ya no cabe en muchos de ellos. Su corpulencia se desparrama en las acolchonadas y agamuzadas butacas, cuando no «se lleva» los asientos enganchados al levantarse, y eso en el mejor de los casos. Al teatro Milanés, de Pinar del Río, nunca ha podido entrar: las coloniales butacas se ven tan rojas, tan perfectas, tan endebles… tan de flacos.
Carlos, Olga, Manuel, son solo tres de los miles que ya en el 2010 sobrepasaban el 20 por ciento de la población nacional. Pero Cuba no es país para gordos, extraño fenómeno de una sociedad que es, numéricamente, cada día más obesa.
Sí, porque más allá de lo dañino de la corpulencia desde el punto de vista de la salud, aquí y allá las personas voluminosas viven en un contexto que los aborrece por defecto, en un territorio urbano que los expulsa de un asiento de guagua o que no les permite pasar por el molinete de una tienda exclusiva de la capital; en un escenario que se burla de ellos desde las sillas plásticas de un café hasta la fatigosa búsqueda de tallas, en una red minorista con diseños dispuestos para delgados, en un mundo, estadísticamente, cada vez más en sobrepeso.
Esa identidad extraña se les empezó a pegar, de a poco, en cada pliegue del cuerpo, y ahora aparece estampada subliminalmente en las vitrinas con los maniquíes, en los minúsculos y bajos retretes públicos, en los estrechos carros modernos, gritándoles hasta el desaliento: «¡Gordos! ¡Gordos! ¡Gordos!».
Como si fuera poco saber que tienen más libras de las deseadas y de las saludablemente recomendadas, todo los inculpa: «¡Baja de peso!». En esa predilección por lo delgado, la estandarización de lo escuálido funciona a nivel global como pensamiento único, como norma exclusiva para todo.
No hay locales para tallas especiales, no hay asientos especiales, de todas maneras «¿qué de especial puede tener estar gordo?», se deben decir muchos. «Que se fastidien», dirán otros, «quién los mandó a subir tanto de peso». Pero, al igual que ocurre con un pariente en el campo, siempre hay, por alguna esquina de casa, un gordito en la familia.
Carlos, Olga y Manuel saben que es difícil. No son los únicos que sufren de la estandarización prejuiciada y homogeneizadora. Héctor mide dos metros con diez, es número 46 de calzado. Nunca encuentra zapatos grandes ni pantalones bien largos. ¡Y eso que no es gordo!