Habrá que hacerle algún día un monumento, una escultura que le haga justicia a su forma algo «envolvente»; un altar por tanta gloria conquistada como estandarte y asistente imponderable de mil «batallas», mil «combates» con ejército y sin él. Lloras, te quejas y te embarras de nostalgias, y ahí está él como el primero.
Habrá que homenajearlo, señores, porque se lo ha ganado con un currículum que privilegia lo anónimo, el trabajo a deshora, los eventos más insospechados, nada de premios, reconocimientos o menciones grandilocuentes. Y ahora que se me ocurre hablar de él desde el más estricto sentido común, temo que en mis sugerencias me quede corto, como a veces luce él, o haga de estas líneas un panegírico excesivo.
Pero de que se lo ha ganado, se lo ha ganado. Lo ha conseguido a fuerza de constancia y de un aguante estoico, como el de pocos amigos que están con uno de por vida, haciendo caso omiso a las lamentaciones. Como el que anda dispuesto siempre a ayudarte, a lo que sea, a como sea. Siempre es el mismo, tan «noblón», tan «chévere», con ese carácter tan dúctil que te permite cogerlo y usarlo para lo que te haga falta. Y ni chista, ni protesta, ni se queja. Todo un «feliciano» de la vida.
Compañía más que fiel, lo mismo en un velorio que en un puerco «asao», lo mismo en la cola en que no dan jabitas que cuando te bajas de la guagua al borde del desmayo. Socorrista en momentos difíciles, colaborador para la sorpresa o el sondeo oculto por teléfono, combatiente sin par en pro de la higiene, avezado en atestiguar consuelos, especialista en soportar las humedades del dolor. Un «tipo» multioficio, utilísimo, que sirve hasta para remedio.
Caballeroso como el que más; decente no, ¡decentísimo!, aunque de vez en cuando se vea envuelto en melodramas pícaros. Sumiso por naturaleza, replegado y obediente a los caprichos del dueño, y sin opciones para mucho más.
Sus protagonismos públicos resultan tan ignorados como relativos. Y es que hemos crecido reconociéndolo siempre en su papel de segundón, «actor» después que todo pasa. Viene a la escena a recoger lo que sobró, a retirar lo que quedó tras el espectáculo.
Pero si este «compadre» hablara, o al menos insinuara parte de lo que ha visto, silente y observador sin querer, habría que «matarlo» o confinarlo por un tiempo a lo último del escaparate, en el mejor de los sepulcros, para que pague por esa práctica de aguzar la intriga y los disturbios maritales.
Conozco historias en las que ha provisto la evidencia de un desaguisado amoroso por debajo del telón. Sí, porque suele convertirse en un camarada de las mujeres cuando vamos a una fiesta. ¡Qué «gentecita» para hacerse de churre en poco rato! «Ay, préstamelo un momento», te dice siempre la dama con la mayor de las humildades. Y uno, ni corto ni perezoso, reacciona rápido. Enseguida halamos por el pantalón y se lo ponemos en las manos para que ella haga lo que entienda con él. Uno ahí, contento por el gesto, porque nacimos para esas complacencias también.
Con esta sarta de palabras elogiosas, medio rimbombantes ahora que las vuelvo a leer, solo me faltaría pedir en su nombre un minuto de silencio. Pero no puedo permitirme tal desatino sabiendo que cuando acabe este engrudo léxico lo cogeré para algunas envolturas necesarias, y seguiré andando con él.
¡Caballeros, qué confianza la de nosotros los hombres con ese pedazo de tela solidaria llamada, para extrañeza de muchos, pañuelo de bolsillo! Mire a ver si le falta, puede que no tenga la mujer al lado, pero el pañuelo no falla. ¡Eh!, ¿y el mío qué se hizo?