Hay un detalle. Un ínfimo detalle que si dejara de mencionar, mi historia entera carecería de sentido, o al menos cobraría otro. La chica era rubia, teñida, aclaro, pues cuando uno acude al tinte —a ese en específico— renuncia, según los cánones y estereotipos impuestos por la TV (gracias al «vidrio» me limpio de culpas), a todo asomo de raciocinio elemental.
Obviamente no hubiera sucedido lo mismo si la nena hubiese sido pelirroja —natural—, trigueña o rapada. Y no es que tenga nada contra las rubias, pero llevo una racha y una mala suerte con ellas...
En fin, que la conocí en una biblioteca, y esto no desbarata mi teoría anterior aunque admito que me desarmó cuando reparé en la antiquísima edición de Ulysses que acariciaba. Yo nunca me he topado con ese libro: demanda siglos de lectura previa el acto de devorarlo y aún no he leído lo suficiente. Así que imaginen: rubia, linda del cuerpo y de los ojos mejor ni hablo, ¡y culta!, quizá inteligente, romántica, apasionada y puede que hasta desenfrenada en dionisiacos menesteres. «Esta es la mía. Sonrió y todo cuando le pasé por el lado», pensé (dicen que me creo un poco de cosas).
Me le acerqué; fue fácil. Entremezclé un par de líneas de Brad Pitt y George Clooney, junto a una cita de Bukowski. Mucho para tan pobre corazón. Llevaba tacones demasiado altos teniendo en cuenta el lugar —aunque todos los tacones me parecen demasiado altos—, pero no le metí cabeza al asunto. Tampoco me asustó el ajustado escote y lo que no escondía, ni su silueta. ¡Vamos!, que soy un valiente si de libros se trata.
Salimos casi corriendo al compás del tac-tac-tac de esos zapatones que me dejaban en una incómoda posición: 1,76 metros por sus casi 1,80. Malditos tacones, bendita falda. Yo acababa de cobrar y algo tenía ahorrado.
No sobran los sitios adonde ir si dependes de un salario de periodista y cuatro quilos «aguantados» para situaciones de este tipo; pero de tanto escuchar a Sabina me he convencido de que con el corazón y el sex-appeal es suficiente si pretendes flechar y desangrar a alguien —como si él no fuera millonario, aunque con la guitarra y su sombrerito ya tiene.
La llevé a uno de esos nuevos bares de moda en el corazón de La Habana, el más baratico de todos pero sobrado de glamour y clase, y con un barman que siempre me da por la vena del gusto (no identifico la barra porque Urbino me hizo jurar que la mantendría en secreto).
Le hablé de Borges, Sartre, del cine de los hermanos Coen, de Tarantino y su refinado culto a la violencia, de la vida de Adele —y de ahí salté al tema de las fantasías sexuales—, de psicología (sin complejos y sin Edipo), de casi todo, entre un screwdriver (vodka con naranja) casi perfecto y una casi afrodisiaca Margarita de su
elección. Mientras, calculaba trago a trago, CUC a CUC, lo que iba quedando en el bolsillo. A veces me convenzo de que lo mío es la matemática.
Dicen que ellas son las que hablan y nosotros los que escuchamos, una especia de regla machista-feminista (depende de quién lo diga) que define los roles y las características de ambos sexos. Bueno, en esta aventura el papagayo era yo. Yenisley —así se llamaba— solo asentía y bebía a sorbos una, dos, tres copas. Resistente la chica. Yo seguía multiplicando.
«¿Entonces tú eres periodista extranjero?», me ametralló sin compasión y con la sonrisa de oreja a oreja. No sé de dónde sacó eso pues jamás aludí al más allá, pero mi nombre y mi «pinta» ayudan a la par que fastidian. La nena casi se atraganta con un hielo cuando le aclaré que de «yuma» solo tenía el apellido y algo de sangre, y que era hora de parar, pues la cuenta no me daba ni para otra cerveza Mayabe…
«Toma mi dirección cuando te hartes de amores baratos de un rato... me llamas», le dije apelando a Sabina. «Veré cómo reacciona». Pero por su cara y el silencio del teléfono concluí que la inversión no era reembolsable. Terminé de jurarlo: ni una rubia más, ni siquiera de biblioteca. Veré cuánto me dura el ataquito.