«¿Y para qué me sirve eso, profe?». Con la mayor de las elegancias le respondió la «ingenua» pregunta a destiempo… «¿Para qué te sirve correr, hablar por celular, volar, calentar tu comida en el microwave, manejar un automóvil, recoger frutos…? Pues todo eso, querido amigo, es Física».
La mitad del aula aborrecía la asignatura, no entendía mucho o no quería entender, pero cuando él entraba nadie le dejaba de prestar atención. Desmenuzaba la Teoría de la Relatividad, la mecánica cuántica, las leyes de Newton, el movimiento de los planetas en símbolos raros, pero tan «evidentes» en su explicación que parecía cosa de locos no comprenderlos.
Con él, entrar al laboratorio devenía experiencia única, y de su persona emanaba el respeto que ningún otro profesor consiguió. A veces, si la lección era muy densa y un alumno se quedaba dormido, sentía pena, le palmeaba el hombro y nos decía a todos jocosamente: «Pedro consulta consigo mismo la respuesta al problema».
El aula en sus clases era un experimento de la vida, pero no la vida misma. Las notas no eran importantes, las clases tampoco… él no se sentía importante. «La verdadera Física se aprende allá afuera», repetía.
En sus conferencias se dudaba con certezas o simples nociones lógicas las respuestas del otro. Enseñó a construir el conocimiento más que reproducirlo. Dejaba hablar a cada cual aunque fuera «puro disparate». «Un buen profesor debe permitir a los estudiantes cuestionarlo todo, incluso lo que el propio maestro dice, aun cuando lo haga por vías insospechadas», predicó siempre. Hizo máxima propia que un aula debe ser un campo de batalla para construir conocimiento y no una conciliación tácita entre el discurso exacto del educador y el alumno que da todo por sentado.
Pocos olvidan cuando lanzaba una pregunta difícil y todos se abalanzaban a dar respuestas que, de tantas «piedras», lo dejaban noqueado. «A ver, ya sé que estaban jugando conmigo… Ahora, de verdad, díganme el resultado». Y aquellos estudiantes, que habían visto fallar sus mejores intentos, no podían hacer menos que lanzar otras «ideas» hasta hallar la solución.
Era su manera de enseñar, de brindar aliento, de sugerir que «nunca lo sabrás todo pero, al menos, lo poco que sepas, lo habrás de buscar y conocer por ti mismo».
Hablaba bien bajito, y para regañar empleaba las palabras más nobles, que a veces son las que más duelen.
Pocos, de seguro, sabrán que se llama Caridad. La Física no lo ayudó en eso de nacer un día cuyo santo tuviera nombre masculino. Todos lo conocían por Cándano, y sí se acuerdan de que con él no había notas medias o exigir puntos. Generoso e intransigente, reconocía —como pocos— las verdaderas posibilidades de los alumnos.
En una ocasión, una madre se le acercó preocupada por su hija. La muchacha apenas sacó 35 puntos en la primera prueba, y en la segunda solo logró 75, todavía por debajo del aprobado (85) para permanecer en un centro como el Instituto Preuniversitario de Ciencias Exactas. Él, con toda la tranquilidad del mundo, le dijo: «Pero, mamá, debe estar contenta. De una prueba a otra subió 40 puntos; eso es un buen logro», le dio un toque leve en la espalda y la tranquilizó.
Quizá no estudió mucho sobre pedagogía —ni siquiera tiene una maestría o un doctorado en Ciencias de la Educación—, pero fue profesor toda su vida e inculcó con mucho amor.
Profesores como él he visto pocos: no necesitaba el power point y el datashow, calificaba a lápiz y con la pizarra y la tiza le bastaba para dar una buena clase. Tampoco pedía trabajos en computadora ni esperaba nada el Día del maestro…
Se aprendía los nombres y apellidos sin necesitar el registro, sabía todos los problemas académicos de sus educandos sin tener papeles guardados o conocer a ciencia cierta que hacía un «análisis psicopedagógico».
Sus estudiantes no eran números, ni cerebros que domesticar con un análisis reproductivo de los problemas. Sus estudiantes eran sus hijos, a los que había que enseñar, más que de Física, sobre la vida.
Con él se aprendía que la asignatura «no es solo fórmulas matemáticas y problemas complejos». Tiene mucho de arte, de lógica, de filosofía. Es el relámpago, el desayuno caliente de cada mañana, el flash de la cámara fotográfica, el sonido del platillo en un buen rock and roll…
Y todavía aquel muchacho en plena clase, con cara de intrigado le preguntaba: «¿y para qué me sirve eso, profe…?». Para todo.