Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

«Oda» a la plancha

Autor:

Ana María Domínguez Cruz

Una vez, hace tiempo, mi mamá me enseñó a planchar. La pieza escogida fue una camisa. Todavía recuerdo el orden en el que debía alisarla: primero el cuello: por dentro y por fuera; luego las mangas, correctamente dispuestas, posteriormente la espalda, y el resto después. Un pantalón es más complicado, sobre todo si lleva filos, y una blusa o un vestido exigen cuidados en dependencia del tipo de tela, modelo y adornos.

Recuerdo que la «clase magistral» de planchado —nada que ver con su similar etílico—, fue con mi uniforme de Primaria. Para «estirar» la blusa, debía proceder tal como se hacía con la camisa, mientras que aquella complicada saya roja —el diseño más difícil entre todos los uniformes a pesar de ser para las más tempranas edades— llegaba a desesperarme. Luego hubo otras clases, paciencia mediante, cuando en la Secundaria todo debía ser más fácil, poco menos que en el pre.

No obstante el empeño, no fui buena alumna, porque generalmente no suelo serlo en aquello que no me gusta y a lo que, aunque la tenga, no pueda encontrarle la lógica. Acudí desde entonces a la práctica del dócil perchero que sostiene la ropa excesivamente mojada para que, al secarse esta, la ausencia de plancha se disimule. Así lo hice durante los tres años en los que estudié becada… y aún hoy, con alguna que otra pieza.

He lamentado, en no pocas ocasiones, que esa «alternativa» no se hubiera puesto en práctica años atrás, cuando mi abuela, mi bisabuela y otras generaciones anteriores, perdían libras de peso y litros de sudor con aquellas planchas de carbón y aplastantes bultos de ropa a su lado, en los que se incluían sábanas, pañuelos, manteles, y mucho de lo que hoy ya ni se tiene en cuenta. Todo antecedido, a veces, por el engorroso proceso de almidonado y el no menos fatigoso de tener que restregar la plancha contra un trapo para comprobar que el calor era el indicado.

Los extremos son terribles, lo sé. Pero ¿cuán valioso puede haber sido que ellas plancharan las sábanas en las que luego se estrujarían los deseos con sus esposos? Incluso los calzoncillos de ellos, pregunto, ¿quedaban más cómodos luego de ser planchados? ¿Acaso las narices sopladas con pañuelos recién alisados a altas temperaturas eran más saludables? ¿Y la ropa de trabajo, esa que se usaba para ir al surco o treparse en un tractor? ¿Y los paños de cocina, la ropa de dormir y las fundas de los cojines?

Ya en este siglo algunas piezas se salvan de la plancha, y en muchos hogares las mujeres dejamos esa labor, que en no pocos casos sigue siendo «por cuenta propia», sobre todo cuando no ayudan los maridos.

Aun así, en aquellos tiempos —y también por estos días— se exageraba la dichosa idea de que todo es más bonito mientras más estirado esté, cuando en realidad creo que hay otras cosas más importantes que debían estirarse.

Si planchando los besos y los abrazos estos durarán más… Si alisando con extrema delicadeza las ansias de romancear bajo la lluvia o de dormir acurrucados hasta el amanecer, estas nunca se perdieran… Si rociando gotas de agua para que el vapor afiance el «contigo, en las buenas y en las malas», este no se evaporara. Entonces, sin dudas, fuera una fiel defensora de la plancha. Pero —y siempre hay un pero— una simple plancha no puede hacer mucho. En realidad, al poco tiempo de haber cumplido su encomienda, las arrugas se hacen solas con la rutina del andar, del sentarse, del vivir.

Sé que al limpiar tampoco se van los rencores que dejan las discusiones inútiles, y que lavar no hace que desaparezca el tedio y el desgano. Fregar no garantiza que se vayan por el tragante los insultos de un día o las noches de interminable distancia, y, por supuesto, cocinar tampoco asegura que se mezclen las ilusiones con las caricias ni que se «condimente» lo que ya es insípido.

A pesar de ello se sigue haciendo, claro, porque las labores de una casa deben hacerse, nos guste o no. Sin embargo, lo que sería muy placentero, reconfortante, y hasta bonito, es que se compartieran entre los miembros de la pareja.

De esa manera, por ejemplo, yo mantendría la casa y la ropa limpias, cuidaría las plantas, atendería a los perros y compraría algún mandado. Tú, cocinarías, chapearías el jardín —si lo tuviéramos—, arreglarías lo que se rompiera y, claro, ni tú ni yo plancharíamos, porque sigo pensando que si hay amor, no importa que andemos por la calle como si hubiéramos salido de un pomito de penicilina. Así, arrugaditos y junticos, estaríamos mejor.

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