Nelson Mandela se debate entre la vida y la muerte desde hace casi una semana. A pesar de que no respira por sí mismo y lo reportan en estado crítico, su pueblo espera un milagro. En las afueras del hospital donde lo asisten, en Pretoria, muchos se congregan y oran, y le cantan a las deidades para que su Madiba, el hombre que unificó a los sudafricanos no muera, a pesar de sus casi 95 años.
Si la celda número cinco de la prisión de Robben Island pudiera atestiguar las razones de la mala salud de Mandela, confirmaría que los pulmones de este gladiador contra el apartheid se desgastaron tras sus rejas. Allí el líder del Congreso Nacional Africano sobrevivió 18 años, de los 27 que permaneció preso; y en aquellos escasos metros cuadrados su fortaleza se quebró por la mala nutrición, las temperaturas extremas y la soledad.
En 1964, con muchas utopías truncadas, desembarcó en ese pedazo de tierra —enclavado frente a Ciudad del Cabo— para cumplir con la penitencia de trabajos forzados. Robben Island sumaba, entonces, más de trescientos años como símbolo del desamparo. Los holandeses se adelantaron en usar su condición de isla rodeada de tiburones y bravías corrientes para confinar a los negros independentistas. Un poco más tarde los británicos repitieron la misma receta. Cuando a Mandela le impusieron aquel destino, el régimen del apartheid no encontró mejor lugar para que él y sus compañeros de lucha no escaparan.
Los dirigentes de alta peligrosidad, entre los que se encontraba Nelson Mandela, eran confinados a la sección B, donde la vigilancia casi absoluta se sumaba a un rosario de quebrantos, que no solo se limitaban a diferenciar las raciones y menús de los negros y los de los blancos, las calidades de las camas y el derecho a las visitas y correspondencia. Sin embargo, se resignó a soportar las diferencias, excepto a llevar calzones cortos, como estaba prescripto para los de su raza, con el ánimo de humillarlos.
Insubordinarse le costó castigos feroces, pero finalmente los presos políticos de Robben Island vistieron pantalones largos, que hasta entonces era solo un privilegio para blancos y mestizos.
Trabajar en el corte de piedra caliza desde la madrugada hasta media mañana, y luego permanecer encerrado desde las cuatro de la tarde hasta el día siguiente, era una rutina concebida para bestializar a los reos. A pesar de todo, a los nueve años de estar expuesto a este régimen, Mandela se graduó de abogado por correspondencia en la Universidad de Londres, y cultivó un jardín en medio de aquel bodrio de violencia.
El 11 de febrero de 1990 salió de prisión e inmediatamente condujo a su partido hasta conseguir una democracia multirracial en Sudáfrica. En 1994 ganó las elecciones y se convirtió en el primer Presidente negro de ese país. Su mandato se extendió hasta 1999 y en ese período sus fuerzas se concentraron en la reconciliación de su amado país que había vivido bajo los designios de una minoría segregacionista durante mucho tiempo.
Cuando se refería a las energías que le impidieron enloquecer y enterrar el rencor en aquel cubil de dos metros de largo por dos treinta de ancho, y tres de altura, en Robben Island, recordaba los versos del poema Invictus, del poeta inglés William Ernest Henley que lo ayudaron a asirse a una esperanza:
… No importa cuán estrecho sea el portal,
cuán cargada de castigos la sentencia,
soy el amo de mi destino:
soy el capitán de mi alma.
Mandela, quien en 1993 mereció el Premio Nobel de la Paz, sigue en lucha desigual contra la muerte. Aunque el desenlace de esta lid desate una epidemia de dolor, no logrará quitarnos su alma invicta. Él nacerá una y mil veces donde la libertad, ese derecho que no siempre alcanza plenitud, se menoscabe. Porque ser libre no es solamente desamarrarse las propias cadenas, sino vivir en una forma que respete y mejore la libertad de los demás», como él dijera.