Procrear un hijo es el acontecimiento más trascendental en la vida de un hombre. «Bendito quien escucha muchas voces tiernas llamándolo padre», dijo Lydia M. Child, la célebre feminista norteamericana. Se trata de un episodio que entraña devoción. En efecto, concebir no solo es lanzar al mundo un nuevo ser. Es también entregar una semilla. Parirá frutos o espinas así sea la atención que le prodiguen.
A ser buen padre se aprende por instinto, no por manuales. Pero, ¿alguien puede decir qué es ser un buen padre? ¿Atender económicamente a los hijos? ¿Comprarles mochilas de marca para que asistan a la escuela? ¿Llevarlos a la playa o a tomar helado? ¿Complacerles sus caprichos?
No, un buen padre es una categoría superior, forjada a base de menudencias y pequeñeces en apariencia intrascendentes. Es una rara mixtura de razones y emociones; es el que sabe decir «no» cuando es lo justo y sabe decir «sí» cuando es lo conveniente. Un buen padre es equilibrio y anuencia.
El mejor aporte paterno a su gente menuda es regalarle cada día un poco de su tiempo. Unos minutos para leer y jugar juntos, para hablarle de sentimientos, de conductas, de buenos hábitos... Pero no con retórica difícil de entender, sino con fantasía y ejemplo. Una frase nacida del corazón suele calar hondo la delicada piel de su sensibilidad.
Hace un tiempo leí en Internet una anécdota que me impactó. La comparto para que aprecien cuánto nos superan ellos y ellas en insospechadas circunstancias. Es fabuloso:
«Una noche, un niño le pregunta a su padre: “¿Cuánto ganas por hora, papá?” El padre responde con otra pregunta: “¿Por qué quieres saberlo?” Y el niño: “No, por nada”. Acto seguido, le pide cinco pesos. Y el padre: “¿Para qué los quieres?» Y el niño: «Para hacer un gasto importante”.
«El padre le entrega el billete de cinco pesos. A la noche siguiente el niño vuelve a hacerle la misma pregunta y el mismo pedido. El padre, visiblemente airado, le recrimina: “¿Piensas que me regalan el dinero? Es una insolencia que me estés preguntando cuánto gano”. Y lo manda a dormir.
«Pasados unos minutos, el padre recapacita y, arrepentido, piensa que quizá fue un poco duro con su hijo. Se acerca a la cama del niño y lo acaricia. “Perdóname —se disculpa—, a veces no estoy de humor. Aquí tienes los cinco pesos”.
«El niño lo mira con ternura y le pregunta bajito: “¿No te molesta si vuelvo a preguntarte cuánto ganas por hora?” El padre suspira hondo. “No me molesta —responde—, gano diez pesos por hora”. Entonces el niño levanta la almohada, toma los cinco pesos del día anterior y le dice: “Papá, ya tengo diez pesos, tómalos. ¿Podrías ahora estar una hora conmigo?”».
Tal vez algunos de nosotros, los padres, nos hayamos visto reflejados en esta aleccionadora parábola. Tiene mucho de real, y muy bien que lo sabemos. Atrincherados en el quebradizo pretexto del «tengo mucho trabajo», dejamos de disfrutar momentos filiales que jamás se reeditarán.
No imagina el padre bueno lo que dilapida en cariño cuando permite que el tiempo y el espacio tomen cuerpo entre él y sus descendientes. Para justificar tamaño desatino ninguna excusa funciona. Una verdad nos tiende los brazos: nada supera en afectos a una hora con los hijos… y con papá.