Una madre cubana acaba de pasar un tiempo en los Estados Unidos con su hijo, residente en ese país. Y ha retornado feliz por el reencuentro, los sitios visitados, las amistades adquiridas y el ensanche de su pupila en otros parajes. Ha vuelto tranquila a lo suyo, como la cabra al monte.
La mujer me solicita discreción. Nada de nombres, no precisamente por su suerte en Cuba, sino por su hijo allá. A fin de cuentas ella viajó legal, solicitó el tiempo posible en su centro de trabajo y a nadie tiene que rendirle cuentas. Pero quien conoce la urdimbre subterránea de la sociedad norteamericana bajo ese pretendido manto de la liberalidad; quien no se cree todo lo que encandila, comprenderá por qué esa madre clama por el anonimato de su hijo. Si dos estrellas notorias como Beyoncé y Jay-Z estuvieron en la mirilla de lo más torvo por solo palpar la calidez de La Habana, qué esperaría a su muchacho de conocerse como piensa hoy el joven, ajeno a hostilidades preconcebidas contra su país.
La madre descubrió a otro hombre en aquel joven que un día partió hacia «el Norte» urgido por ambiciones de prosperidad, dejándole desgarraduras y silencios en la casa. Sí, porque él le ha hecho saber que con los años, aun cuando hoy viva mejor allá que en Cuba, ha hecho una verdadera Universidad de la calle y abrió los ojos a la vida.
La mayor sorpresa de la mujer fue constatar cómo, a golpe de tropiezos y vivencias muy accidentados, desde la distancia el joven ha aprendido a valorar mucho más a Cuba, con sus virtudes y defectos, y a quererla por encima de muchas insatisfacciones, contrariamente a otros que exacerban su odio con la distancia. Y la madre se pregunta qué falló entre nosotros, para que la lejanía sea la que ocasione ciertos descubrimientos en torno a su tierra.
En el laberinto interminable de esfuerzos hacia el mito del «éxito» en esa pirámide que es Estados Unidos, el hijo de su mamá descubrió que con el equipaje traído de su patria venían otras cosas muy profundas, del pensar y el sentir, que le inculcaron la familia, el barrio y la sociedad; esas que le han permitido develar muchas claves críticas de Norteamérica; así como, por contraste, otros emigrantes se postran obnubilados ante el pretendido «paraíso».
La dignidad de no bajar la cabeza nunca, el sentimiento de solidaridad, la sensibilidad especial del cubano más allá de las cuatro paredes de su casa… la mirada siempre hacia los que más sufren… todas esas «utilerías» le han hecho enorgullecerse de sus orígenes, ante cada combate que la vida le depara en la agónica obsesión de ascender.
A estas alturas, cuando me propuse reflexionar sobre la manera en que nuestro país se abre al mundo con las nuevas regulaciones migratorias, preferí revelar las confesiones de una madre de vuelta de su reencuentro con el hijo. Quizá en esa experiencia, que no tiene por qué ser la de otros viajeros, pueda estar la clave de en qué medida estos cambios ponen a prueba la fortaleza de Cuba para desmitificar viejas argucias de la política anticubana en Estados Unidos.
Se caen las urnas de cristal y las cerrazones. Y eso nos hará, a los compatriotas de adentro y de afuera sin odios ni rencores, más plenos y sabios para enfrentar los desafíos. No habrá que seguirle el juego a la prefabricada política norteamericana que siempre cree ver un posible emigrante en cada cubano. Este país le ha propinado un golpe de gracia a esa enfermiza y sinuosa política migratoria del vecino de arriba. En última instancia, por más rejuegos que diseñen, la vida no empieza ni termina en Estados Unidos.
A partir de 2013, desde las posibilidades económicas de cada quien, los cubanos somos más libres para viajar, mirar el mundo, y palpar lo hermoso y lo feo en cualquier lejano sitio. Y eso está muy bien. Pero, sobre todo, para contrastar y valorar mucho más el amado terruño, por encima de nuestras propias insuficiencias e insatisfacciones. Los sentimientos y convicciones no requieren visa, me dice una madre cubana.