Como un ritual de iniciación adulta debería considerar la ciencia antropológica ciertas gestiones que, de solo imaginarlas, erizan a cualquiera: legalizar una propiedad, casarse o divorciarse, permutar, formalizar un poder ante notario, sacar un turno médico, consignar la muerte de algún familiar, pedir un crédito bancario…
No hay esfera de la vida que escape al papeleo, exigido o suministrado a cuentagotas, pues casi nadie te da una visión global de tan arduo peregrinaje.
«La burocracia es el precio de vivir en la Era moderna, con su estilo contractual para mediar en las relaciones entre el Estado y sus ciudadanos», me parece escuchar al profesor Acanda, de la Universidad de La Habana, de quien recibí clases de teoría sociopolítica hace un par de años. Pero aun con sus diáfanas explicaciones no puedo evitar la imagen de los galos Asterix y Obelix recorriendo el recinto romano en busca de un lítico y absurdo hago constar.
Los contratos modernos muchas veces superan nuestra capacidad de previsión. Nos obligan a desempolvar viejos documentos, llenar planillas y solicitudes, comprar sellos, lidiar con colas ante la misma oficina una y otra vez… ¡y adivina tú a qué hora y bajo qué modalidad en cada caso!
Hace algunas tardes pasé por la notaría municipal de Regla. El pequeño local tiene las paredes llenas de información, pero como nada se refería a mi trámite en particular me acerqué a una trabajadora que tenía ante sí un montón de papeles y trataba de ponerlos en orden.
Amablemente levantó la vista de su labor —quién sabe si por enésima vez en la última hora, puesto que no había otro ser visible para aclarar dudas del público— y respondió a mi inquietud dándome algunos datos útiles, pero omitiendo los que su sentido común le decía que yo debía dominar porque son válidos para cualquier gestión en esa dependencia.
Cuando llegué el lunes siguiente a las 8:25 a.m., otra empleada me dijo que ya no podían atenderme porque allí se recogían los carnés de la clientela a las ocho en punto: si había 60 personas se les atendía a todas, pero si eran solo cinco, funcionaba igual.
Supuestamente yo debía conocer tan arbitraria disposición porque «estuvo expuesta a principios de año en un cartel que luego alguien arrancó», explicó la joven. A pesar de mi urgencia yo debía venir otro día, «y hacer la cola desde las cuatro o cinco de la mañana, como el resto de la gente».
Ante mi protesta asombrada —apenas había 20 personas esa fría mañana, y mi trámite era bastante simple— dijo que el problema era mío, y con cierta indulgencia me sugirió esperar a la notaria de guardia, quien podría decidir si, tal veeeeeez, me recibía de favor.
¿Y la clientela futura? Pues nada: ellas no iban a estar poniendo carteles a cada rato. Lo suyo —dijo— era la computadora, y el que necesitara sus servicios que averiguara por su cuenta cómo lidiar con la cola.
Salí de allí preguntándome: ¿dónde se enseña a responder así al público, que se supone es la razón de existir de una institución estatal de ese tipo? ¿En qué asignatura de qué grado se llega a dominar la lógica que supuestamente rige en esa dependencia? ¿Cómo adecuarnos a ella para afectar al mínimo nuestra jornada laboral?
Me gustaría conocer a alguien que, con su carga laboral, familiar y social, sepa de memoria los disímiles mecanismos para acceder al éxito en tales gestiones, especialmente aquellas que nos quedan bien lejos de la cotidianidad.
Luego pensé que tal vez debía aprovechar la mañana para recorrer todos los servicios de mi municipio e indagar sobre sus regulaciones, por si acaso... Pero desistí: ¡¿quién quita que esas reglas cambien la semana que viene?!
¿Por qué no son más proactivas esas entidades estatales a la hora de divulgar sus horarios, modalidades de atención y vías de acceso, no solo para facilitar los trámites y cuidar el tiempo ajeno, sino también para fomentar la cultura jurídica y el respeto a la ciudadanía?
Mucho más pudiera divulgarse desde las páginas verdes de la guía comercial de Etecsa, por ejemplo, por no hablar de otros métodos no menos eficientes y directos como los subvalorados carteles.
Creo que en el burocratismo, como en el desierto, el peligro mayor es que todas las dunas se parecen, pero el caprichoso viento se encarga de que no sean iguales. Si la persona que guía decide hacer silencio, aburrida de repetir lo mismo en cada viaje, ¿adónde llegaremos en tan errático andar?