El proverbio viene de lejos en el tiempo. Quién sabe en qué mercadillo se pronunció por primera vez, o cuál fue el primer tacaño de la Humanidad que lo motivó con su terquedad de bolsillos, para al final convencerse de que la baratura a ultranza puede ser el pase perfecto al atraco. A eso que hoy llamamos engaño al consumidor.
Fetiche y valor de cambio más allá de su valor de uso, la señora Mercancía se disfraza y maquilla, para lucir atractiva y ocultar mediocridades en los bazares de esta aldea global en que vivimos. El mercado se segmenta de precios diferenciados, que pueden llevarte a la ilusión de que lo módico siempre es lo barato con calidad.
Paradójicamente, estos espejismos favorecen también a las marcas líderes que, desde sus poderes omnímodos, otean desde las gradas a la primera rotura o desengaño, como diciéndote: ya ves, eso es no saber comprar. Pero ni se salvan estas insignes de un comercio movido como retablo de títeres. Las copias fraudulentas y las torpes imitaciones pululan a la sombra de ciertos míticos rótulos.
Cualquiera diría que ando con un catalejo por los mercados de este mundo y no voy a posarme en Cuba. Pero sí, una economía abierta como la nuestra, tan dependiente de las importaciones, no está exenta de caer en las redes de la engañosa «baratura».
Primero, porque el hostil bloqueo yanqui nos disloca y desestabiliza, al punto de convertirnos en saltimbanquis compradores en el mercado internacional, de aquí para allá, evadiendo escollos constantemente. Y eso tiene su costo en garantías y confiabilidad.
Segundo, porque con tanto déficit de liquidez externa, Cuba está aprendiendo a moverse en ese veleidoso mercado internacional, después de tantos años de un comercio de canje —en volúmenes y no siempre de calidades— con los socios del socialismo extinguido en Europa.
Y tercero: esos dos factores no justifican la mediocre gestión, la falta de cultura comercial de muchos compradores cubanos, que a veces nos recuerdan aquella barredora de nieve traída en los inicios de la Revolución.
Sí, porque buscando quizá ventajas de precios al remate, o todo-incluido de distintas baratijas, los centralizados compradores del comercio exterior no siempre tienen buen ojo —ni conocimientos sólidos— para negociar. Y caen en las redes de los engañosos mercaderes. Pero tampoco han faltado ciertos farsantes que mal compran ex profeso, salpicados por dádivas de los vendedores.
Ello se percibe más en bienes de consumo y otros artículos de la industria ligera, que se venden después en las tiendas, a precios altos para sus calidades, y con un sistema de garantías y protección al consumidor asimétrico: restrictivo para el cliente y protector a ultranza de los comercializadores.
Al final, Cuba puede estar apostando a la mercadería mediocre, con inútiles gastos en divisas e insatisfacción del consumidor. Cuando se rompe el zapato bien caro a los ocho días, o el video averiado entra en el interminable laberinto de los talleres, es que deseas tener delante de ti a esos compradores que van por el mundo escogiendo baratijas. Y hacerles unas cuantas preguntas.
Quizá el fenómeno se inscriba en la mentalidad «cortoplacista», de remiendo y de soluciones al paso, que ha proliferado en nuestra gestión económica. Eso que siempre nos toma desprevenidos ante las evidencias de la realidad; lo que nos confirma que no hemos aprovechado tanto las ventajas estratégicas de la planificación, así como hemos carenado mucho en sus limitaciones tácticas.
Lo barato sale caro, nos lo dice la fragilidad con que no pocas veces hemos levantado ciertas construcciones. Lo barato sale caro, lo recuerdan contratos de aprovisionamiento y de inversiones no bien precisados y fundamentados, que luego nos pesan. Lo barato sale caro, con esa pacotilla que no sirve ni para calzarnos, ni para hacernos avanzar en el derrotero de la actualización del modelo económico. Lo barato sale caro cuando, imbuidos del momento, no vemos el mañana.