Nací cuando los 80 iban en declive. Casi tuve que cargar el ataúd de una década que cambió de repente. Pero no recuerdo nada, era demasiado pequeña. No viví aquellos años donde la Bohemia inundó las calles, ni el nacimiento de la trova, ni las modas exuberantes, ni tantos otros eventos en ámbitos como el literario. Lo sufro. Me doy cuenta y lo sufro.
Pero vivo en una era que tiende a copiar el pasado. El tiempo regresa. Constantemente. Pero llega un tanto —si no mucho— deformado, se expone durante el viaje a modificaciones lógicas de la evolución de la humanidad y no siempre me parece que muestra su mejor rostro. Todo depende también de las personas, del uso que hagan del tiempo transformado una vez que lo tienen en sus manos.
La vuelta cíclica se nota de manera más palpable en la moda. Uno, al principio, es reacio al cambio, pero por extrañas razones casi todos terminan cediendo, dentro de los límites estéticos, por supuesto. Lo digo, porque cuando era pequeña lucía muy orgullosa un short a la cintura, unas alpargatas y gafas de colores. Pensaba, además, que era lo único que me quedaría bien el resto de mi vida. Nada más incierto.
Cuando llegó la noticia de que las prendas inferiores bajaban unos centímetros para iniciarse en la cadera, ¡qué escándalo! Horrible me hará lucir un pantalón a la cadera, pensé firmemente. Nada más incierto.
Igual sucedió con el corte campana, que llevé hasta inicios de la universidad, y del cual me fue difícil desprenderme. Ni loca me pongo un «pantalón tubito» —pensé luego—, pero de igual manera sucedió. Hoy me parece que me quedan bien. Sálveme para lo que vendrá después.
También creo que uno no accede a todo cambio. Hay sus excepciones. No me parece que yo vaya a probar nunca con un «espendrun», sin embargo, me animé con las gafas cuadradas (o redondas) a mitad del cachete, con las alpargatas —con tanto odio que les tuve alguna vez— y con el corte recto en las pesqueras, shorts y pantalones.
Pero hay otro punto que no coordina y deforma muchos conceptos, como el de la mesura y la sensatez, sobre todo en espacios públicos. No hace tanto abordé la 174 para llegar hasta La Víbora. Dos paradas más adelante montó una adolescente con atuendo recortado y música incorporada. Intentó hacerle alguna pregunta al chofer sobre una parada en la que debía descender y gritaba, mucho, pero el chofer no podía escucharla.
Fue cuando alzó la mano y bajó un poco el volumen de la bocina que sostenía presuntuosamente. El desapacible reguetón dejó de hacer competencia con las canciones de desengaños y traiciones de Marco Antonio Solís que ya molestaban a algunos dentro del ómnibus. Cuando la chica recibió la respuesta, continuó por el pasillo hasta colocarse a unos centímetros de donde yo estaba y volvió a subir el volumen.
Recordé entonces que tampoco viví la época de los radios VEF o Selena al hombro, pero que asisto a la transformación dolorosa de ellos. La escena se repitió luego en Cienfuegos, en la ruta 1, y temo que, poco a poco, el fenómeno se propague por todas las guaguas del país y demás espacios. Abiertos o cerrados, igual da.
Bocinas portátiles en mano, con puerto USB, son los radios VEF al hombro del futuro. Es posible que sus dueños, sobre todo jóvenes, sin pedir ningún permiso, te inunden los tímpanos con melodías que no creo sean las adecuadas en todo momento. Mucho menos me gusta el sentido de identificación con esas canciones y esas letras, repitiéndolas y coreándolas. Ojalá un día, alguno me sorprenda reproduciendo buena trova cubana, o a Drexler, o a Djavan… no sé, que de algún modo grato me sorprendan.