El legendario Camagüey, con cerca de medio siglo de vida, comunica, imperceptiblemente, desde su tesoro colonial. Esta villa dormida en el tiempo, ni lejana ni ausente, tiene anécdotas remotas, que generaciones de abuelos no olvidaron.
Desempolvo de mi ciudad —Patrimonio Cultural de la Humanidad— algunas de sus más autóctonas historias, que no porque rocen el horror y sarcasmo pueblerino dejan de tener ese humor característico del cubano.
Si de muertos, velorios y cementerios se trata, no se olvidan las costumbres funerarias del otrora Puerto Príncipe, pues su necrópolis resguarda hechos insólitos que convierten a la villa en toda una revelación de lo «prohibido».
Aquí —como en otras regiones del país—, cuando los entierros se efectuaban durante el siglo XVIII en el interior de las iglesias o zonas contiguas a ellas, se extendió el deseo vecinal de tener un camposanto, pero la petición solo tomó «seriedad» en 1805, al proporcionársele al alcalde de entonces, Diego Antonio del Castillo, las facultades para tal labor, sin presupuesto alguno.
Por eso las cuentas de la morada del eterno sueño, inaugurada cerca de una década más tarde, fueron abonadas por vecinos y las caridades se efectuaron hasta en Santiago de Cuba.
Mas el logro constructivo, lejos de ser una tranquilidad para los principeños, desencadenó aflicciones para muertitos y familias que tejieron las grandes historias del lugar.
Por ejemplo, al no ser aceptado por algunos el reglamento de la necrópolis, hubo dolientes que prefirieron enterrar a sus difuntos en lugares tan públicos como la Plazuela de San José o las sabanas y fincas de recreo, mientras otros por falta de dinero —la mayoría— los abandonaban en la puerta del cementerio o los tiraban por encima de su tapia. ¡Allá va eso!
Posteriormente al ensanchamiento del sitio sacramental, en 1839, se colocó un letrero en la puerta de entrada que expresaba: «Señores, respetad este lugar». ¡Como si los muertos pudieran escuchar!
En el camposanto camagüeyano hubo de todo un poquito, pues existió —allá por el año 1840— un administrador, Juan de Dios Machado, que inescrupulosamente ordenó arrojar los cuerpos de las familias pobres a la Plaza del Cristo e inhumarlos sin sus cajas, para luego venderlas como nuevas, e incluso lanzar sus vestimentas al exterior. Sin comentario…
Y qué decir de los entierros. En esta urbe fue tradición acompañar al difunto a pie, mientras que este continuaba viaje hasta su sepultura sobre los hombros de amigos y familiares. Años después, aunque entró en escena funeraria la carroza, esta solo trasladaba las flores, mientras el cadáver eternizaba su recorrido de igual manera.
Y en los hábitos de mis antepasados hay para escribir todo un periódico. Faroles, lámparas y cuanto mechón aparecieran eran tomados por los participantes para alumbrar a sus difuntos y algunas familias llegaron a extender dicha costumbre cada noche durante todo un año.
La ornamentación floral, ¡ni hablar! Esta cambiaba según la edad, sexo, estado civil y la relación que tuviera el occiso con quien depositara las flores. Raro, pero cierto.
Los epitafios fueron muy singulares en la necrópolis de la villa. Aquí hubo uno que, se leyera al derecho o al revés, nunca perdía su sentido: «Aquí yace sumergido/por una ley natural/ Todo lo que fue mortal/De don Fernando Garrido».
Y aunque parezca inverosímil hubo otro que tuvo humor negro hasta el tuétano. Al morir la distinguida Rosalía Batista, el 12 de octubre de 1879, su desconsolado marido le dedicó: «Si el ruego de los justos tanto alcanza/ya que ves mi amargura y desconsuelo/ ruega tú porque pronto mi esperanza/ se realice de verte allá en el cielo». Pero el viudo, más rápido que corriendo, contrajo nuevas nupcias, y al parecer un chistoso o familiar resentido, a menos de 24 horas de la boda y bajo la inscripción citó: «Rosalía, no me esperes».
La risa y el humor de los principeños no perdonaron ni a vivos ni a muertos, al punto de que este hecho, quizá sin relevancia, pasó a la historia como una de las leyendas camagüeyanas.