Ven a aceptar que lo cursi es un valor humano. Qué es un bolero, sino un molde de la cursilería. Un te sigo amando, un debemos separarnos, un oh vida, si supieras, situaciones elementales, básicas en la vida humana. Las personas necesitan que les hablen de amor, de corazón, de besos, de dolores amatorios. Yo mismo he sido cursi. Cuántos apuntes conservo de esas fantasías, de esas quejas estridentes, de esos énfasis próximos a la demencia. Una vez una novia se me fue para el Norte… Cómo lloré.
Esas quejas permanecen ilustrando mi tránsito por ese sentimiento juvenil cuando la cursilería se convierte en lo más grave de la existencia. En aquella época de mis 18 años, te sentías obligado a leer a Vargas Vila, o a Hilarión Cabrisas o a José Ángel Buesa, y a oír rancheras al son de guitarras lagrimeantes y fantasiosamente alcohólicas, pues lo máximo de la cursilería era emborracharse después que te cansabas de rogarle que sin ella de pena morirías. Y si eras capaz de leer Romeo y Julieta, más atractivo ganaban las reacciones cursis ante el suicidio de la pareja de Verona, cuyo balcón es todavía ídolo de peregrinaciones y juramentos que mañana se burlan.
En vez de beber, me atraganté de palabras, de versos. ¿Quieres leer un párrafo de ese cuaderno que no he picoteado para tener cerca las pruebas de mi vocación literaria? Me arriesgo. Verás cómo podía empezar a escribir un muchacho que llegó a publicar en periódicos y a hilvanar algún libro: Sé benigna al juzgarlo: «Hace poco me tambaleé como acróbata en las cuerdas de un circo. Tuve una novia. La amé. No vivía yo en mí. Era ella quien vivía en mí. Un día, en el cual me hice hombre, sus labios profirieron, con mil subterfugios, un exquisito no te quiero. Desde aquella tarde, despojado de mis esperanzas, he andado como un cadáver rebelde. La soledad y el orgullo abatido me ahogan. Pero el amor seguirá siendo para mí altar y horno».
Ella nunca se enteró de esa nota tan ridículamente quejumbrosa. Tampoco de mis poemas. Ya he escrito en el sitio digital Cubahora que un poema de amor asusta si te decides a componerlo. Leerlo es un trance distinto: suave, emotivo, compensador. Escribirlo, en cambio, es como cruzar por los bordes de una tembladera donde puede enfangarse los zapatos el más incauto, o el menos experto. Es un resbalón que obliga al sonrojo en unos, y en otros, tal vez produzca una sonrisa agónica. Porque no consiste la arquitectura del poema en combinar imágenes, que a veces son joyas oxidadas por su mala ley, sino que se trata de hallar la originalidad y la calidad poéticas entre el tumulto de sensaciones e ideas, comunes al patrimonio de los enamorados.
De mis poemas adolescentes solo recuerdo unas estrofas de un soneto: «Blanca paloma de rápidos vuelos,/ mensajera fiel de querellas y cuitas,/ ven, ven, remóntate a los cielos/ conduce veloz mis quejas inauditas./ Llega. Detente. Y de su ventana/ con suaves golpes los cristales toca/ y a la áurea luz de fresca mañana/ cuéntale dulce mi ternura loca…». Y concluía con una de las paradojas, afín a los poetas barrocos. Dile —le encomendaba a la rauda y blanca paloma, cartera de mis quejas—: Dile «que en mis noches sin sueño con ella he soñado». ¡Ella! ¿Quién era ella? No me comprometas, por favor. Hecha mi confesión debo esconder el nombre de la víctima. Según crecí en edad y algo de cultura, nunca más escribí poemas de amor. Y en mis dos libritos publicados, esas palpitaciones se mezclan, se disimulan entre sentimientos y tropos menos específicos.
Muchos años más tarde, esos recuerdos te parecerán triviales, artificios condicionados por el cine y las letras más vulgares. Pero no me parece que al ser humano le baste el bienestar —estudios, empleo, vivienda, confort, consumo— para resolver sus problemas y ser feliz. ¿Y la muerte? ¿Y el amor? ¿Se resolverán esos básicos problemas del hombre y la mujer? Y ambos, el amor y la muerte, se dilucidan en el prosar diario, en ese enamorarse, ilusionarse hasta la bobería, olvidando que la muerte está en cualquier parte, pero que no se habrá de fijar en mí, que aún no he acabado de vivir. Y sabiendo que el amor también se nos abalanza en una brusca aparición, casi sin merecerlo. Aún lloraba a la amada móvil —móvil porque se marchó al extranjero— cuando me topé con otra mujer. Y allí, al pie de mis descargos contra la que me abandonó, me asistió el tino para dejar una página en blanco y apuntar la presencia de la nueva novia, que sería la definitiva. Y hoy, mi esposa.