Travesías y casualidades me llevaron hasta los ojos de Pilar María Carmona, cubana nacida en 1920, en Remedios, Villa Clara. Su mirada brillante y la claridad con que ha definido qué cosa es existir me han limpiado el alma de sombras y temores que pesaban, y que sobraban.
Posiblemente sea ella, en Cuba, la paciente de mayor edad que está recibiendo tratamiento de hemodiálisis. El doctor Ernesto Delgado Almora, especialista en Nefrología, dedicado durante mucho tiempo a la atención de pacientes con insuficiencia renal crónica, me explicó mientras yo contemplaba a la señora debajo de una frazada a la espera de su tratamiento, que las personas como ella dependen, semana tras semana, cada dos días, de una máquina para poder seguir viviendo.
«La prescripción de la diálisis es individualizada para cada paciente —dijo el doctor—; en el caso de Pilar el tratamiento es de aproximadamente tres horas y 40 minutos, tres veces a la semana. Acogió este método sustitutivo de la función renal muy bien, y con mucho apoyo de su familia. Entró aquí con 91 años y ya cumplió 93. La queremos como si fuera la madre de nosotros».
El médico deslizó detalles en los que aprecié las cartas de triunfo de Pilar: cuando alguien le pregunta cómo se siente, ella blande su respuesta como arma infalible y dice estar «bien». Lo otro es su buen carácter. Y lo demás lo fui descubriendo en una conversación que ha sido de las más lindas que he tenido en mis días.
Pilar está libre de reconcomios y rencores. Es como una niña grande que de su infancia recuerda mucho a sus padres. Siendo la mayor de sus hermanos me contó que a veces la familia pasaba trabajo, y otras no tanto; que su mamá trabajaba en la calle y que su papá era secretario del Ayuntamiento de Remedios, ciudad donde ella vivió hasta que, con 25 años de edad, se trasladó hacia La Habana.
De sus primeros instantes en la capital mencionó la majestuosidad del Capitolio, y recorriendo su memoria volvió a verse siendo doméstica en más de un hogar de la ciudad. Después, hablando de los hijos, los contó con los dedos de una mano, hasta afirmar que ellos son tres varones que pudieron estudiar y a los que siempre pidió fueran honrados.
La Revolución del Primero de Enero la sorprendió trabajando en una casa de la calle Monte, y ella no olvida la vorágine ni las emociones que despertaba entre la gente un hombre como Camilo. No trabajó mucho después de 1959 porque encontró a «un hombre muy bueno» que sostenía el hogar donde ella se encargaría de cuidar a los niños.
«Me siento divinamente. Aquí me tratan muy bien», dijo Pilar de los médicos el día que nos vimos. Y yo volvía a la carga, de verla tan serena y segura:
—De todo cuanto ha visto, ¿qué recuerda con mayor intensidad?
—Las fiestas de Remedios. Me encantaban.
—¿Qué aconseja para estar a gusto con la vida?
—¿Usted tiene hijos?
—Sí…
—Quiera mucho a sus hijos y a su esposo. Y esté tranquila siempre.
—Y hay que reírse mucho. ¿O no?
—Y bien que sí… Ríase.
—¿Por qué brillan tanto sus ojos?
—Nunca estoy brava.
—¿Quisiera confesarme algo?
—Que estoy muy agradecida de todo.
Pilar me sentó sobre una nube de armonía tejida con pequeños sucesos, esos que calladamente sostienen anhelos mayores, los mismos que otros acometen sostenidos por seres como ella. Es una mujer sin pliegues extraños en su corazón, y tal vez por eso se adaptó fácil a un tratamiento que algunos asumen trabajosamente, a puro dolor.
Me hizo recordar al buen Florentino Ariza —personaje de Gabriel García Márquez en El amor en los tiempos del cólera— cuando confesó que lo único que le interesaba era precisamente amar. Vive con la misma serena alegría del Florentino enamorado, con un deslumbramiento que no la abandona. Me lo han dicho sus ojos, donde habita un océano de paz, un aplomo esperanzado que conmueve y convida a los médicos a ser todavía más grandes de lo que ya son.
Me lo ha dicho su nostalgia alegre y fina, capaz de agradecer algo tan lejano en el tiempo como las sonrisas y el retozo de las hojas, de los ánimos, de los leves caprichos en aquellas fiestas de Remedios. Pilar sabe lo que es sentirle el sabor a eso que llamamos vivir y que a veces por apuro, por miedo o sustos absurdos no alcanzamos a entender, a degustar rotundamente.