Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

¿Mercaderes de sangre o donantes?

Autor:

Julio César Hernández Perera

Aquella mañana, durante el pase de visita médico, Maritza, una genetista de Güira de Melena recientemente trasplantada de hígado, mostraba gran locuacidad. El diálogo paciente-doctor versaba sobre cuántas personas desconocidas concurrieron en su operación, y en especial la obra altruista de los donantes —anónimos— de órganos y tejidos.

Aunque sabía que no fue necesario transfundirle mucho más de dos bolsas de sangre durante la compleja intervención, Maritza se asombró al conocer que para ello se requiere contar con importantes cantidades de hemoderivados (glóbulos, plasma y plaquetas). Y para alcanzar esos volúmenes, se estima un promedio de más de 30 donantes. Treinta personas desconocidas que la ayudaron a evadir la muerte prematura.

Este es uno de los numerosos ejemplos que pudieran tomarse de la vida diaria. Sin embargo, como sucede con cualquier avance de la Medicina moderna, siempre acecha una pérfida corriente mercantilista en este mundo. Y aunque parezca inverosímil, hay quienes llegan a objetar la noble razón de donar.

La sangre es un recurso muy especial, insustituible por el momento. Sin ella nadie puede vivir. Las transfusiones son tratamientos ineludibles para algunas condiciones médicas graves. Entonces, ¿quién se cree con la autoridad divina de ponerle el precio? ¿Sobre qué parámetros?

La primera experiencia de donación de sangre se la debemos al londinense Percy Lane Oliver quien, en 1921, era secretario de una División de la Cruz Roja Británica cuando recibió una llamada urgente requiriendo el vital líquido. Corrió junto a dos compañeros hacia el hospital. Uno de ellos poseía el grupo compatible, y el enfermo sobrevivió.

Después de aquella urgencia, Oliver concibió crear una entidad pública de donantes voluntarios previamente seleccionados. Semejante servicio salvó centenares de vidas, pues hasta entonces los médicos dependían de una insegura presencia de donantes.

Sin embargo, la experiencia se transmitió de manera tergiversada hacia otras latitudes. Con natural inspiración lucrativa, los estadounidenses crearon en 1937 su primer banco de sangre. No vieron nada injusto en cambiar sangre por dinero, y aplicaron un frío profesionalismo al reclutamiento de proveedores: pagaban de 35 a 50 dólares por cada entrega.

Pero los que vendían la sangre eran los más necesitados, máxime cuando en ese país sobrevino la depresión económica. Esas personas con frecuencia eran portadoras de sífilis y otras enfermedades.

A la par, emergieron verdaderas «industrias vampiras». En su afán por obtener ese recurso, tales compañías fundaron factorías de plasma en barrios pobres de los Estados Unidos. Más tarde, buscando nuevas fuentes de materia prima, importaron plasma desde países del Tercer Mundo, en especial de América Central.

Era atroz: la sangre retribuida pasaba a ser propiedad privada de la entidad extractora, la cual podía emplear ese recurso a su antojo. No pocas veces se violaban principios éticos esenciales, al no garantizarse la seguridad del receptor.

Pronto se conoció que esta sangre era más insegura: se conoce que el hallazgo del virus de las hepatitis y del sida, es ocho a diez veces más frecuente entre quienes venden su sangre que entre los que la donan generosamente.

En Cuba la donación de sangre es voluntaria y no remunerada. Gracias a esa política innegociable se pueden garantizar demandas de hemoderivados para apoyar colosales proyectos de salud como la atención y tratamiento de pacientes con cáncer, y realizar intervenciones quirúrgicas complejas como las cardiovasculares y los trasplantes.

Maritza nunca sabrá de quién es la sangre que corrió por sus venas para salvarla. Pero no deja de impactarle el que tanta generosidad se transfunda en sus arterias, y provoque hasta lágrimas de gratitud, como sentida reverencia ante la bondad de sus semejantes.

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