Lleva apodo de minucia, vaya paradoja, un hombre tan grande que ni se lo cree. Solo por La Colmenita, esa factoría de sueños, Tin Cremata merece hace rato —¡qué Nobel ni ocho cuartos!— algo así como el Premio Universal a la Fraternidad Humana, o la Orden Cósmica de la Niñez Eterna.
Siempre que presencio la magia de ese extraño país sin tensiones de tiempo ni espacio, dígase La Colmenita, siento que los pequeños actores se remontan a las alturas gozosas que no alcanzamos los aburridos y calculadores adultos. Desde las estrellas de su fantasía gregaria que se derrama sobre nuestras asperezas, esos niños viven, más que actúan, lo que debiera ser el verdadero sentido de esta pasantía fugaz por la Tierra: la tan difícil alegría del bien, un tesoro que cuesta esfuerzo y gracia descubrir.
Y cuando el panal luminoso hace de las suyas en las tablas, presiento también que Tin se deja llevar por su propia obra, como un príncipe encantado por el hada madrina de la creación. Privilegiado Cremata, que a fuerza de conducir a sus diminutos por los insondables pasadizos de la imaginación, terminó halado por ellos a ciertos parajes virginales, aún intocados por la maldad y la conveniencia.
El misterio de Tin y La Colmenita, de su toma y daca, solo lo saben ellos. No hay técnicas ni metodologías en tocar las cuerdas sensibles de un «loco bajito» con arpegios de virtud. A los prestidigitadores no se les pide que se desnuden en público.
El otro enigma lo sabrá el propio Tin: ¿Cómo se puede sobrepasar el dolor y la crueldad, y aferrarse a la ternura como una tabla salvadora? ¿Cómo el huérfano precoz de un padre arrebatado por el odio ha podido llegar hasta aquí, devolviéndole al mundo bombas inteligentes de bondad, metrallas de sueños, barbados enanitos de confraternidad?
Con este pedagogo inigualable recorrí cierta tarde una micronesia de su océano vivencial, allí en la sede de La Colmenita. Le prometí un reportaje que no hice, ni nunca haré; porque es tan inasible y misteriosa la materia prima de esa historia, que sería como despertar a la Bella Durmiente del Bosque antes del beso del príncipe, y abortar la magia del cuento.
Entonces, me conformo con meros apuntes sobre lo que me dejan los zumbidos de su grey: hay demasiadas señales y claves en ese juego delicioso, de cómo debían ser siempre la escuela, el hogar, la sociedad y el país: empeñándose todos los días en la felicidad de lo bueno y verdadero; sin dejar a un lado a nadie.
Quién tuviera, pero a la inversa, la astucia de aquel personaje de la película de Woody Allen, que salió de la pantalla del filme y le pasó por delante a los espectadores del cine. Quién pudiera cruzar la cuarta pared de La Colmenita y alistarse en una de sus aventuras, hasta no volver jamás.