Esa vieja pregunta campesina, con aires de refrán, de ¿qué nació primero: el huevo o la gallina?, bien pudiera parodiarse en otra interrogante, que pudiera decir así: ¿Qué es lo primero en el cambio empresarial: la estructura o la mentalidad?
Es muy probable que la mayoría de las respuestas apunten a examinar el problema en su integralidad. «No, compañero —dirán algunos entendidos—, las dos son importantes y no se pueden mirar por separado. Hay que analizarlas en su conjunto». Otros, con aspecto grave, negarán ese juicio y dirán: «La mentalidad, lo más importante es la mente de las personas».
Por estos días aparecen noticias de transformaciones en distintos sectores. Hace poco, por ejemplo, se anunció que las empresas implicadas en la transportación de pasajeros se unificarían en una sola entidad para ganar en eficiencia y hacer más viable el servicio. También el Ministerio de la Industria Azucarera devino grupo empresarial y así se podrían enumerar otros cambios.
Toda modificación que permita oxigenar la economía cubana y devolver su valor al salario como elemento motivador para producir debe ser bienvenida. Pero, ¿hemos considerado suficientemente en que los cambios en la estructura productiva y de servicios por sí solos no permiten dar un salto, si no transformamos además la conciencia productora de las personas, eliminando el desapego y la mala atención visible en ciertos colectivos?
Es en el surco, en la fábrica o el laboratorio donde, a fin de últimas, se materializan las transformaciones. Por eso creo que también tendríamos que preguntarnos qué acciones, previas al cambio o durante él, se han efectuado para brindar servicios bajo una amabilidad y eficiencia tangibles, sea en transporte u otro sector.
Algo resulta innegable: muchas veces hay una brecha visible entre la filosofía de atención y el servicio que se ofrece, entre lo deseado y lo que concretamente percibe la gente. Incluso allí donde las cosas van, hay que pensar siempre en el cliente, pues la gestión empresarial no puede enajenarse de la satisfacción de sus deseos más íntimos. No comprenderlo negaría el sentido mismo de modificar una estructura para crear un escenario favorable a la descentralización y a un mayor grado de autogestión de las entidades productivas.
Y es precisamente ese escenario el que, por razones diversas, no se sabe aprovechar adecuadamente. En muchas ocasiones se comete el error de proyectar los cambios empresariales sin sopesar la psicología y cultura de los trabajadores, esto es sin hacer que participen y generen soluciones. El resultado es la persistencia de viejos males en ropajes nuevos, que pueden aparejar pérdidas financieras y erosionan los valores distintivos del colectivo de una empresa.
Las mentalidades resultan las más difíciles de transformar y son las que, a la postre, pueden llevar un cambio a buen puerto o a un final trágico, aunque la institución modificada «se mantenga en pie».
En esa madeja desempeña un papel no menos primordial la capacidad de generar motivaciones. Si el hombre y la mujer —en definitiva los protagonistas del cambio— no sienten que su esfuerzo vale la pena, resultaría muy difícil que las cosas funcionen como se desearía. Entre otros males, un fracaso serviría para dejar el camino abierto a quienes se hallan comprometidos con las viejas estructuras y de manera pública apoyan las transformaciones, mientras que en sus actos —muchas veces de manera solapada— se dirigen en sentido contrario, con tal de mantener comodidades que proporciona el estatus.
Todas las transformaciones por hacer más eficaces las entidades productivas implican un análisis integral. Sin embargo, la teoría e incluso las buenas intenciones no pueden apartar el objetivo último y más importante de todo cambio, que es el bienestar de las personas. No otro.