Se repite la imagen. Y de tanto verla, me ha desbordado la paciencia al punto de querer desmenuzarla y compartirla con los lectores: en una arteria llamada Manglar, en La Habana, hay una parada de ómnibus; y cerca de allí, una enorme escuela donde estudian cientos de adolescentes.
Cuando ellos salen del centro docente en horas de la tarde se ponen al acecho de los ómnibus que han de llevarlos a sus casas y que, lastimosamente, tienen por costumbre detenerse antes o después del lugar indicado, como huyendo del tropel de jóvenes que corren de un lado al otro sonrientes y empecinados, a la caza de algún carro que los lleve a sus destinos.
Me apenan esos alumnos de quienes, a todas luces, algunos conductores de ómnibus huyen como de una enfermedad contagiosa. Haciendo justicia intento ponerme en la piel de quienes van sentados frente al timón: los muchachos son estridentes, están muy energizados, posiblemente suban empujándose los unos a los otros y algunos ni siquiera echen el dinero en la alcancía.
Pero esos jovencitos (as) son los hijos, los sobrinos, los herederos creciendo a nuestra imagen y semejanza. Y resulta inevitable preguntar en qué tipo de sociedad desembocaremos si tratamos a los retoños como si fueran una amenaza, como si fueran un ruido que molesta y no encuentra acomodo.
En conversaciones sostenidas por este diario con especialistas sobre el tema de la juventud, cuando se aborda el tema de las relaciones intergeneracionales sale a la luz una verdad que pide atención: los que ahora se abren paso al mundo suelen hablar de cierto rechazo por parte de los adultos hacia ellos; se quejan de una visión estigmatizante que los aleja de la posibilidad de imbricarse armónicamente con padres, tutores y maestros.
No se trata —nos decía un psicólogo— de que haya luchas intergeneracionales insalvables, pero sí de procesos de interacción muy delicados donde lo educativo juega un rol definitorio. Los jóvenes, sustentan los estudiosos, viven procesos identitarios muy particulares que ellos desarrollan para diferenciarse de los adultos. Tienen, más que pasado, presente; están forjando su futuro; y en tal sentido darán lo que ahora seamos capaces de pedirles, y devolverán, como espejos, los valores que seamos capaces de proyectarles.
Casualmente un profesor con muchos años de investigación en su vida me contaba: «Cuando he dado clases sobre sociología de la juventud, pongo la metáfora de un ómnibus. En el ómnibus van adultos y personas de la tercera edad; van muy tranquilos, pues hay un nivel de sintonía generacional. Pero de pronto en la próxima parada suben los estudiantes y se produce un cambio de ambiente y un flujo de subjetividades marcado por las inseguridades, pues el adulto se siente inseguro ante el joven (lo siente provocador, agresivo), y los jóvenes, muchos de ellos adolescentes, también se sienten inseguros pues todavía sus personalidades no están definidas, ni se han posicionado definitivamente en la sociedad de los adultos».
En ese encuentro de dos mundos, por decirlo de algún modo, quienes más han vivido deben hacer ostentación de paciencia, del arte de persuadir, de saber atraer hacia lo que más interesa, de orientar desde donde verdaderamente puede hacerse (los sentimientos), de no espantar a las criaturas vitales como si fueran seres salvajes condenados a la rebelión.
Hoy, con particular intensidad, necesitamos de nuestros jóvenes. El país demanda de sus brazos frescos, y de sus mentes arrestadas y limpias. Siempre que se abra una brecha entre ellos y nosotros los adultos, estará perdiendo la sociedad; siempre que un joven se desentienda porque ha sentido que no lo entienden, quien pierde es la gran familia de la nación. Nada hay más triste que un joven descolgándose de su escenario. Por eso propongo empezar por lo pequeño, por tantas cosas pequeñas que a larga irán tejiendo lo grande: que se abran en horas críticas del día, a nuestros adolescentes, las puertas de aquellos ómnibus que no se detienen, a sabiendas de que esa apertura entrañará mil desafíos.