El futuro no admite arrastres. Arrastres de problemas, de dudas, de vicios y conductas impropias u obras incompletas. Porque, y parece evidente, significaría llevar lo peor del presente al mañana. Y por lo tanto el tiempo por venir vendría a ser parte de nuestro mal tiempo. O lo que es igual, nos habremos rezagado.
Posiblemente algún lector tilde el párrafo de apertura como emborrascado, medio en jerigonza. Pero si piensa en lo que lee y no intenta leer lo que piensa como lector en lugar del comentarista, quizá se dé cuenta de que en cierto momento habrá pensado en lo mismo. Esto es, si no mejoramos, seguimos estacionados. Porque no basta con dictar leyes, modificar otras, aprobar estrategias y métodos, si carecemos de la capacidad y la voluntad de concretarlos, o los interpretamos como nos parezca o convenga, en un acto de indisciplina que demora o paraliza la necesidad dialéctica del cambio.
Según pasa el tiempo, me voy convenciendo de que las ideas, por buenas que puedan ser, solo son mejores si mejores son los hombres y mujeres que las sostienen y defienden. Por sí solas, no andan ni pueden extenderse. Ese dicho de que la verdad se abre paso sola, tiene más apariencia que solidez de pensamiento. La verdad necesita de remolques y de empujes. Y para esa tarea no hay máquinas, son los seres humanos, convertidos en trabajadores de la política y la cultura, vueltos agentes de la transformación más que en vigilantes de cuanto se transforma.
Las instituciones son hoy el espacio donde la acción de mejoramiento ha de realizarse como una constante. Entre todos —un todo institucional— hemos de liderar este proceso. Los carismas ya no abundan. Carismáticas han de ser nuestras aspiraciones, aún descontentas por estar a medias. Ellas deben ser el duende severo que nos azuce la conciencia. Y si los carismas, esto es, el poder de atraer o de convencer no es frecuente, en cambio deben convertirse en generalidad otros dos carismas imprescindibles: la honradez y la creatividad.
Me rehúso a ser normativo o didáctico. Quisiera que mi tono fuera el de un ciudadano que transmite su inquietud. Y por tanto sugiere que vengamos a ser honrados y creativos admitiendo, primeramente, nuestra indiferencia, nuestra torpeza para evaluar y acometer la solución de tanta insuficiencia, de tanta decisión correcta aún sin fructificar. Cuando veo nuestros campos enmarañados, hospederos de manigua, aun a despecho de las cifras de áreas ociosas otorgadas en usufructo, de planes en plena agonía anunciados como prósperos, uno se pregunta qué más hace falta para que cada año sirva para echar en la cuneta una carga de propósitos fallidos, de promesas incumplidas, y seguir andando más ligeros.
¿Nos daremos cuenta alguna vez de que es necesario ampliar las ventajas del Decreto-Ley 259 para preservar su esencia? Y cuando decimos ampliarlo, nos referimos a la posibilidad de incrementar las áreas en usufructo y el tiempo en que estas tierras, que siempre han de ser de la nación, pertenezcan a quien las trabaja. Pero, además, quién ve claro que la tierra está segura, a salvo de maleantes si a veces, hay tres o cinco kilómetros entre la casa y la tierra. Y sobre todo, ¿creeremos posible producir sin el estímulo de un mercado estable, flexible que recoja y acoja la cosecha y la pague a tiempo?
Entre otras, tengo una convicción: si importante es lo escrito para actuar, más importante tendrá que ser lo que las circunstancias nos exijan escribir para no fracasar. También, si es necesaria la lealtad de quienes representan al pueblo, qué condiciones les exigimos para ser leales. ¿Acaso lealtad es decir sí cuando se piensa no? ¿O carecer de criterio? ¿O aparentar que cumplo sin cumplir? Esos defectos, esas argucias son excesivamente viejas como para que pasen al futuro. Ese futuro que no ha de parecerse al viejo bachillerato que llevaba asignaturas en arrastres para, a la postre, graduar un mal bachiller.