Pasaron 17 días de fiebre deportiva repartidos por cada escenario de Guadalajara, y que a golpe de pasión se multiplicaron por todos los rincones cubanos sin que nadie quedara ajeno al embrujo de los Juegos Panamericanos.
Pero ya cada atleta regresó a casa y las máximas autoridades deportivas del continente regalaron al pueblo tapatío la protocolar y tal vez merecida frase de cada clausura: «Fueron los mejores Juegos de la historia».
Llegó entonces la calma, y con ella momentos para la meditación sobre algunos temas sacados a flote por esta fiesta que cada cuatro años reúne a miles de atletas de todo un continente en busca de su sueño: el triunfo.
Las sensaciones de ganar y perder son inherentes a cualquier confrontación; y el deporte de alto rendimiento, más allá de sus indisolubles preceptos idealistas, nos presenta esa dualidad de emociones al final de cada combate, de cada partido.
Siempre la historia de una «guerra» la escriben los vencedores, y es usual que en las citas multideportivas sea el medallero quien dicte, con mayor o menor justicia, todas las sentencias. Pero a veces ese los fríos numeritos no dicen todo lo que queremos saber.
Por ejemplo, los anfitriones hicieron lo que de ellos se esperaba, e incluso dieron el salto más espectacular de la tabla. Sin embargo, poco más de un tercio de sus 42 títulos fueron conseguidos en deportes que no están en el programa olímpico como el frontón, el squash o el kárate. Con ese dato, entonces cómo medir el verdadero nivel del deporte mexicano en el continente.
De la primera ojeada a los dígitos queda la impresión de que los principales protagonistas salieron de Jalisco cantando su victoria basada en sus cálculos particulares.
Estados Unidos, por ejemplo, se vanagloria de un nuevo reinado aun sin llevar —como es costumbre— a sus principales figuras y equipos. Toda Cuba festeja la hazaña de sus deportistas, que contra viento y marea resistieron el anunciado asedio de los brasileños. Y los del Gigante Sudamericano, aun sin concretar el asalto al segundo escaño, se contentan con su mejor actuación histórica fuera de casa.
A su vez, Argentina y Colombia se regocijan de recoger los frutos de sus serias apuestas por el deporte, que le permitieron ahora casi duplicar la cifra de cetros ganados en la edición precedente. Mientras, a pesar de igualar su anterior número de medallas de oro, Venezuela expone cómo logró superar el total de preseas cosechadas en Río de Janeiro hace cuatro años.
Pero tan importantes como los metales acopiados en suelo jalisciense, son otros premios que muchas veces soslayan los cómputos y resúmenes.
México tiene que celebrar por todo lo alto esa hermosa imagen dejada por un país que es hoy un doloroso referente de la violencia generada por el narcotráfico. Brasil debería sentir un orgullo extremo del maratonista —y antes recolector de basura— Solonei Silva, cuya corona es el mejor ejemplo del poder de inclusión social que puede tener el deporte.
También el continente tendría que festejar la total participación de las 42 naciones que integran la Organización Deportiva Panamericana (ODEPA), y aún más la rotunda victoria en la lucha contra el dopaje, pues solo un atleta dio positivo en los más de mil análisis realizados durante todo el certamen.
Son algunos entre tantos ejemplos que pudieran citarse, y con ellos es posible hacer un medallero. En definitiva, también son parte de las mejores historias de estos Juegos.