Él ya estaba allí. Plantado en su pecho de andantes raíces, se enteró con los vientos de la Sierra que Emérita Segredo, la maestra, propuso a sus compañeros del Seminario Martiano de la Universidad de La Habana la idea de subirle. Eran los muchachos de Gonzalo de Quesada y Miranda, así que no cabía esperar sino respeto.
Las nubes, tan dadas a seguirle la charla, le avisaron que Jilma, la escultora cubana de Madera Valiente que ya había parido el busto de la Fragua, le daría forma y consistencia a esas ansias tan nuestras de colocar lo más grande en lo más alto.
Para ganar el concurso del texto de la tarja, Jilma misma le pediría una frase: «Escasos, como los montes, son los hombres que saben mirar desde ellos y sienten con entrañas de nación o de humanidad», recordó el que ya estaba para que allí lo inscribieran. Era en el fondo un concurso de él contra él o de sí con sí mismo, del contendiente múltiple que se presentaba al jurado con los reales «seudónimos» de sus seguidores. Y el hombre escaso tuvo que ganar.
En pendiente horizonte, al final del camino que habríamos de hacer, se paró a esperarlos. Vio a los campesinos de Ocujal, sencillos como sus versos, adelantarse a los otros con aquella cabeza de 163 libras, de quién sabe cuántos libros. Le llevaron a mano, sin mulos, sin malos, y en acto generoso le dijeron al sol que podría alumbrarse mirándole directo a los ojos, una hora después de todo mediodía.
Después vio venir a los otros. Al frente subía Manuel Sánchez, el médico que leía sus obras y no sabía si amar más a las lomas o a las cuevas. Con él marchaba Celia, aquella hija suya —después madre nuestra— que en los montes pasaba por una flor de tallo finísimo y talla desconocida.
Desde la cima miró los trabajos del grupo: cómo tropezaban en los Altos de Babiney y sudaban en los Altos de Cardero; fue testigo de agobios en la Cueva del Aura y entendió la zozobra que un sendero de menos de medio metro les planteó entre dos abismos sin pausa en el Paso de las Angustias. Vio sus resbalones en Los Inclinados del Pico Cuba y su lucha feroz entre los fuegos del caminar y los temblores del frío.
Una vez levantado el pedestal, fueron ellos quienes le rodearon de rosas blancas, nacidas y regadas en Santiago, y le cantaron el Himno más hondo para que él entendiera del todo la razón del ascenso. Él, que jamás fue cantador, entonó de clarín y combates con su voz de muerto glorioso.
A su lado, un palo montuno perforaba el cielo más limpio del Turquino con la punta parada de una estrella. El mar silbaba 1 974 metros abajo. Era el 21 de mayo de 1953 y, a nombre de Cuba, un puñado de patrionautas sembró el busto venerado en el techo de la Isla… pero nadie diga que Martí llegó ese día. Él ha estado siempre arriba, alzándonos de nuestros pies.