Imagine que, mientras Robin Hood acecha el paso del próximo ricachón, aparece de repente en el bosque el sheriff de Nottingham. El funcionario real se apea del coche y grita en la espesura que ya está cansado de extorsionar a los más pobres, por lo que ha decidido devolver parte del mucho dinero que, objetivamente, no tiene en qué gastar, y ordena a sus soldados que dejen en tierra tres baúles repletos de oro.
Tras ver la escena, con seguridad el famoso personaje se quedará sin palabras y colgará el arco. Como muchos se han quedado estupefactos ante las recientes declaraciones de varios millonarios de que los gobiernos deben aplicarles impuestos congruentes con sus fortunas, en tiempos en que los políticos aprietan la soga en el pescuezo de los que menos tienen.
Un señor llamado Warren Buffet, con una fortuna de 52 000 millones de dólares, comenzó la saga a mediados de agosto, cuando pidió a Washington que deje de mimar a los adinerados como él, que paga solo seis millones de dólares anuales por sus descomunales ingresos. Y al otro lado del Atlántico también ha empezado a aflorar este tipo de raras peticiones.
En Alemania, un grupo de millonarios —«Ricos por un impuesto a la riqueza»— está proponiendo que la canciller federal Ángela Merkel establezca durante dos años un incremento del cinco por ciento en impuestos a las fortunas de más de 500 000 euros anuales, y del uno por ciento en lo sucesivo. Unos 2,2 millones de alemanes caerían en esta casilla, lo que supondría 100 000 millones de euros «limpios de polvo y paja» y la no necesidad de fastidiar a los de abajo.
Más al oeste, en Francia, otros acaudalados señores han firmado una carta para solicitar al Gobierno francés que les suban los impuestos. Entre las rúbricas está la del presidente de la aerolínea Air France, y la de los jerarcas del consorcio alimentario Danone y de la automovilística Volvo, entre otros. «Somos conscientes de que nos hemos beneficiado plenamente de un modelo francés y de un entorno europeo con los que estamos comprometidos y que queremos ayudar a preservar».
¡Ah!, porque por ahí viene la cosa: mejor precaver, para preservar. El sistema ha sido inobjetablemente cariñoso con ellos para fomentarles las ganancias, pero si se quiere que las siga fomentando, hay que hacer un alto. No es que el sheriff de Nottingham haya sufrido una metamorfosis y se haya internado en el bosque de Sherwood después de leerse El Capital. No: es el reconocimiento de que todo tiene un límite lógico, y si a los trabajadores se les han regateado derechos, se les ha amenazado con el despido, se les han aumentado las horas laborales por la misma paga, etcétera, ¡ya no hay más cuello que apretarles!
Así, viene el arrebato de «solidaridad»: ricos que renuncian a ganar más. Pero ¿quién apuesta un euro a que no lo hacen para evitar la explosión social, que podría perjudicarlos gravemente por más que la policía se esmere en proteger la propiedad privada? Las tiendas de lujo saqueadas y convertidas en antorchas en Londres pudieran ser para algunos empresarios «de éxito» un aviso para que se replanteen si no han llevado hasta extremos crueles la dinámica de las ganancias.
Curiosamente, que los ricos pidan más impuestos sobre sus beneficios es lanzar una torta de vainilla al rostro de los gobernantes. Lo que les dicen a estos, de un modo u otro, es algo como «ustedes no han trabajado por las necesidades de las mayorías, sino para satisfacer nuestros caprichos», y echa por tierra el ideal de la «liberté, egalité, fraternité» para todos los ciudadanos cuya voluntad dicen representar.
En Alemania, por ejemplo, los gobiernos fueron reduciendo poquito a poquito las tasas a los mayores ingresos: desde el 70 por ciento hace tres décadas, hasta el 42 por ciento en tiempos del canciller socialdemócrata Gerhard Schroeder (1998-2005), ¡quien lo redujo más que su predecesor conservador Helmut Kohl! Una muestra de cuán parecidos se han ido haciendo los programas de gobierno sin importar el color político, y tal vez una de las razones de por qué el país de Beethoven —el más rico de Europa— ha visto ensancharse la brecha entre ricos y pobres en los últimos 15 años.
«Bravo», pues, por el gesto del sheriff de Nottingham. Pero si no cambia esencialmente el modo de tratar a los que menos tienen, en cualquier momento puede esperar un flechazo del encapuchado de Sherwood.