Desde una foto sepia de 1958, con toga y birrete y acompañado de la tía Lula, su madrina de graduación, mi primo John Gay Rodríguez me mira y pregunta con sus ojos adolescentes cómo será el futuro y algo más, mientras avanza entre el público en el teatro Apolo del pueblo de Jovellanos, para recibir en el estrado su título de Bachiller en Ciencias y Letras.
Cuando el septuagenario John partió definitivamente hace unos tres años, ya se habían respondido algunas de esas interrogantes. Y legaba, con la sabia sencillez que le falta a tantos fatuos, una brillante carrera como médico e investigador en temas de nutrición humana; a más de un silencioso aprendizaje, como bella persona, padre y roble de familia, en esa otra universidad que nunca llega a titularte.
Hace mucho que el instante luminoso de la foto fue devorado y apenas tintinea en el recuerdo. El cine teatro Apolo, a diferencia del Cinema Paradiso de la homónima película italiana, no fue dinamitado, sino que murió a retazos, de tristeza y abandono. Y de los presentes aquella noche, apenas sobrevivimos unos cuantos, entonces niños deslumbrados en las lunetas, por la solemnidad de la escena.
Con el tiempo, y cada vez que sellé una etapa en mis lejanos años estudiantiles, volvía a esa imagen enigmática del primo John. Y aunque no siempre tuve graduaciones que dejaran huellas como grandes festejos de lo vencido, intuía que con un pergamino se cerraba una compuerta para abrirse otra nueva, sin vuelta atrás, en el canal por donde corren las aguas de la vida y el saber.
Esa sensación sentí como observador ya de retorno cuando, hace unos días, en una tarde bochornosa de humedades, varios jóvenes se tomaban fotos abrazados a sus padres, eufóricos y conmovidos junto al Alma Máter de la Universidad de La Habana, después de recibir en el Aula Magna sus títulos de licenciados en Química, Derecho, Matemáticas o Periodismo, entre otras disciplinas.
Desde el fragor de los años exprimidos en una profesión, uno puede concluir que el verdadero título se gana con el ejercicio y la devoción añejados. Es ahora cuando comienza esa interminable aventura de enhebrar la teoría y el concepto e incrustarlos en la realidad; de aterrizar los sueños con no pocas dificultades, estorbos y una gran dosis de perseverancia, si se ama la carrera escogida. Pero nadie puede desconocer el encanto de ese día parteaguas.
Estos que hoy descienden la histórica Escalinata también sentirán el esmeril del tiempo, y encadenarán sus nostalgias, con un vínculo enfermizo hasta la obsesión hacia esos años irrepetibles de las aulas, entre amores, rebeldías, desenfados y descubrimientos que ensancharon el intelecto y el espíritu.
En el grupo escoltado por los padres, una muchacha —siempre hay un acaparador de emociones— volteó el rostro y lanzó la última y húmeda mirada al Alma Máter, esa señora que les abrió los brazos cinco años atrás y seguirá esperándolos en el tropel de los recuerdos.
Vi en los verdes ojos de la joven, la mezcla de alegría, desconcierto e interrogantes que humedecían los de John aquella noche de 1958. ¿Quién llegará a ser la desconocida que se difumina hoy por la calle L, apretando el pergamino enrollado? ¿Abrirá una brecha o se extraviará en el camino? Dentro de 50 años, ella interrogará a alguien desde una imagen congelada, con la misma mirada inconclusa de mi primo.