¿Cómo es posible que tanta energía quepa en cuerpos tan ajados y diminutos, pero jamás vencidos? Si la vida me concede la gracia de llegar a la edad de ellos quisiera imitarlos…
Cuando llegaron a la entonces Isla de Pinos, a finales de la década del 70, eran casi niños y en la mirada se les notaba el deseo de hacer. Caminaban con el andar de los grandes hombres, seguros y firmes. Venían de todas partes de Cuba y atrás dejaron familias, amigos, novias y sueños para contribuir a levantar una tierra abandonada y que había sufrido además la devastación de un fenómeno natural.
Me refiero a esos miles de hombres y mujeres que vinieron a suelo pinero a recuperar lo perdido tras el paso del huracán Alma (1966), y se desvelaron por fomentar el programa de desarrollo económico y social en un territorio estigmatizado por tantos años de olvido, en el que poco a poco sus manos transformaron la realidad.
Fueron los mismos que trabajaron todo el día en los campos de cítricos y en la tarde, se cuenta, reclamaban el derecho de ir unas horas después, con la noche por compañera, a construir la ciudad de Nueva Gerona, porque dar pico y pala era un mérito sin par.
Jóvenes de siempre, de cuyas manos nacieron la torre de televisión en Sierra Caballos, las carreteras y las presas, y caballerías sembradas de toronja, naranja… en un ambiente de franca camaradería, solidaridad, compromiso y amor, y que se rehúsan a dejar morir esa historia, a más de 50 años de su llegada a esta tierra.
No fue extraño, entonces, que le propusieran al Comité Municipal de la Unión de Jóvenes Comunistas la idea de organizarse para visitar cada centro escolar y transmitir sus anécdotas y experiencias, en un esfuerzo por acercar a los pinos nuevos a esa historia reciente, real y viva.
No les basta —y los apoyo— con revivir cada 2 de agosto el orgullo ganado de proclamar este territorio como Isla de la Juventud, reconocimiento a su tenacidad y resultados en las transformaciones económicas, políticas y sociales protagonizadas por estos hombres y mujeres hoy canosos, pero erguidos.
Incansables luchadores y jóvenes eternos, que todavía se llaman por aquellos apodos que en la adolescencia obsequiamos al compañero y al amigo cercano, sonríen nerviosos ante el recuerdo de la travesura o sobrecogidos por el logro que perdura y sirve de nido para cobijar, educar y forjar a sus hijos.
También lloran. La nostalgia les juega a veces una mala pasada y el recuerdo de los que no están aprieta el corazón y afloja las lágrimas. Pero el espíritu, a la larga, se levanta con altivez y quizá por eso es que todavía sienten que deben y tienen que hacer más; que con sus manos callosas y arrugadas pueden crearse nuevas columnas para sueños futuros.
Sé de sobra —porque lo he vivido— que lo lograrán y la señal de partida está dada. Tal vez este 23 de junio, cuando depositen como siempre la ofrenda floral ante el monumento a Cristóbal Labra, ícono de los jóvenes de ayer y de hoy, quede refrendado en silencio el compromiso de que renazcan, en las nuevas generaciones, aquellos que una vez vinieron a convertir un sueño en realidad.