En julio del año ‘96 el General en Jefe pasó por allí y no precisó ordenar nada. Sus oficiales y soldados le copiaron el gesto: más mudo que lo habitual, El Viejo bajó de la cabalgadura y recogió unas cuantas piedras del río Contramaestre que colocó en torno a la cruz que marcaba el lugar. Le acompañaban Calixto García y Fermín Valdés Domínguez.
Un mes después, Gómez y Calixto repitieron la visita. La ofrenda de los mambises creció hasta formar un túmulo cuyas piedras se convirtieron en los más firmes centinelas del lugar: cuando en 1913 se inauguró el obelisco, ellas quedaron fundidas en su base, en un soleado punto de Dos Ríos que es también parte de la base misma de la nación.
Llena de hechos y supuestos, de amores y rumores, de voces y silencios, la Historia supera cualquier película. La marca que permitió a Gómez rendir su tributo era una cruz de caguairán que Enrique Loynaz del Castillo —comisionado por Salvador Cisneros Betancourt en octubre de 1895 para ubicar el sitio exacto de la caída de Martí— había enterrado a partir de las revelaciones del patriota José Rosalío Pacheco, cuya esposa Emilia Sánchez habría recogido del campo de batalla, aún fresca, sangre del Delegado, que depositó en una botella y enterró. Loynaz del Castillo sacaría esa botella y enterraría otra con un acta que hacía constar el cumplimiento de su misión.
La cruz, hecha con el palo más duro de Cuba, según se entendía desde entonces, se erigió enseguida en especie de kilómetro cero para los homenajes en la Isla, fueran sus inspiradores anteriores o posteriores al mayo fatídico del año ‘95.
Pensar en aquellos días es, por fuerza, un acto cinematográfico: en la cabeza de un patriota las imágenes no se pueden detener. Vemos que, al conocer la noticia, al mismísimo Máximo Gómez la táctica militar se le fue a los talones y trató él solo de rescatar el cadáver, en acto temerario que contradijo los manuales y puso en peligro su propia vida. No estuvimos tan lejos de sufrir también su caída.
Vemos a tiradores cubanos hostigando la caravana, superior en efectivos y en medios, en que el coronel español Ximénez de Sandoval llevaba el cuerpo sin vida del que nunca va a morir. Y el hostigador más terco era Quintín Bandera, el general negrísimo a quien solo unos días de conocer a Martí le bastaron para nombrarle Apóstol de la Independencia. Bravo, casi feroz, Quintín parecía bandera peleando el asta que le han robado.
Es cierto, Baconao no se está quieto ni en los libros, pero nadie dude de que Martí lo rebasaba en bríos. Para pelear tenía el aliento de la Patria y unos cuantos amuletos afectivos. José Maceo, el león que cabalgaba en Oriente con grados de General, le había regalado ese caballo, sin duda el más mencionado de Cuba, pero el Delegado llevaba otros pertrechos.
Martí llevaba la escarapela mambisa, una insignia que se cree perteneció antes a Céspedes, el Padre de la Patria del cual su pluma dejó una semblanza no superada todavía. Cerca llevaba otra adarga poderosa: una fotografía de María Mantilla, la niña queridísima a quien no dejó de escribir ni en sus rústicos días de campaña.
Llevaba la carta inconclusa más concluida del mundo, dirigida, con el nombre de un amigo mexicano, a un continente filial que por México comienza.
El peleador portaba otros patrióticos resguardos: la cinta azul de seda que, en despedida, un día le había obsequiado Clemencia, la hija de Gómez que, junto con Manana, había cosido las mochilas que su padre y Martí usarían en la guerra. La cinta tenía, al decir de la propia muchacha «… el fuego de tantos pensamientos y uno de los colores de la bandera», pero en Dos Ríos el gran erguido le agregó para escudo el irrepetible rojo de su sangre y, para estrella, su vida.
Miremos el vestuario: quien vistió de negro por larguísimos años de su vida murió peleando con blanco pantalón. El inicio de esa guerra podría ser el primer paso en el cese del luto que la Patria le inspirara. Y de llegar más lejos en la manigua, es muy probable que la tropa le hubiese visto toda la ropa clara de un mambí.
Martí sabía que era un acorazado que no podía caer: llevaba en Dos Ríos el anillo de hierro hecho de los grilletes del presidio con el nombre de Cuba, la novia de la que la muerte no ha podido separarlo.
Como en una película de lírica épica, esos pertrechos explican el ambiente mágico y solemne del obelisco de Dos Ríos, donde la gente común percibe brisas marinas, muy lejos de la costa, y un silencio tan grande que parece llanto. No obstante, cuando se aguzan los oídos se escuchan los aceros inconfundibles de la Historia.
Vayamos allí un mayo de cualquier año para escuchar, disparo a disparo, cómo el poeta José Martí vacía el revólver con cachas de nácar que le había regalado Panchito Gómez Toro. Peleemos al lado del periodista, como nuevos ángeles de la guardia, para ver otra vez cómo, pasado el mediodía, cuando el sol acabe de cruzar la mitad del cielo de Dos Ríos, un hombre más grande que el astro le da su cara sin encandilarse. Así de alta era la última mirada de Martí.