Uno de los mayores puntos de conflicto, de torpezas subjetivas en nuestra sociedad, se remite al prejuicio. Dicho más directamente si es posible, el prejuicio es una deformación del juicio, una evaluación desde lo supuesto, desde una oscuridad que se cree preclara.
En las relaciones interpersonales, el agravio del prejuicio queda entre dos o pocas personas más. Lo dañino se nos encima cuando se convierte en un método en aquellos que han de someter a su criterio a un subordinado, o han de juzgar un acto, o de aplicar una norma o decisión general.
Y en estas líneas, sin atribuirme un conocimiento de índole lingüístico o psicológico, he de afirmar que el prejuicio tiene varios sinónimos: retranca, negatividad, inconsecuencia, injusticia. Proviene, a mi parecer, de la rigidez del pensamiento y la telaraña de los oídos. Por ello, cuando hablamos de modificar la mentalidad estamos también recomendando que renunciemos a los prejuicios, esto es, a los juicios prefabricados, a ese creer que el «malo» lo es, porque me lo dijeron, o porque lo que contradiga mi esquema de actuar y pensar sobre la gente y las cosas, es siempre «malo».
Las pruebas son visibles: ¿Quién no ha sido blanco de prejuicios? Parte de las denuncias y quejas de lectores en los medios están acusando la aún actuante influencia de los prejuicios, mediante los cuales algunos se resisten a comprobar o a reflexionar, o aplicar las leyes con exactitud. Un enfoque muy rígido para entender el desarrollo de la vida social, o el comportamiento o las necesidades de los individuos, los mantiene coleteando como conducta burocrática. Y ya parece que la voluntad predominante en la nación quiere que los ciudadanos no sigan nadando en medio de un mar muerto de prejuicios y evaluaciones reductoras.
Hace poco, una lectora me contaba su experiencia en un agromercado, pequeño campo de prueba de nuestras contradicciones diarias. Había comprado una pierna de carnero, y la pesadora, luego de cantar tres libras, le preguntó al tarimero cuánto cobraba, y este dijo: «75 pesos», y agregó en voz baja: «Nunca preguntes el precio, siempre hay que ganar». En esa jugada le estafaron a la clienta 15 pesos. Y por tanto, además de la perversidad, actuaba un doble prejuicio: el del comerciante que cree que los griegos tenían razón al asignarles el mismo dios —Mercurio— a mercaderes y ladrones, y estima, además, que todo comprador es un necesitado con el sello de tonto en el bolsillo.
Al contar esta historia, puede surgir enseguida, como el «superman» del cuento, el prejuicio de signo contrario y creer que todos los tarimeros, todos los que trabajan en esas actividades por su cuenta son gente malvada, extorsionadora. Y de ese estereotipo, supuestamente socialista, parte la estrechez limitadora con que algunos, desde sus funciones, enjuician el trabajo de índole particular.
Vemos, pues, que el prejuicio se relaciona con el dogma, con las miradas unilaterales y severas, de modo que suelen resolverse ciertos asuntos de forma muy expedita, sin más preámbulo que dar por verdadero lo que creo, aunque sea injusto. El prejuicio juzga, generalmente, por apariencias, por reflejos condicionados; no discute, no argumenta, no explica, ni persuade. Ni le importa construir ni sumar. Va a exigir la unanimidad, tan improductiva, y la anuencia, tan negativa, mediante el débil empuje de lo autoritario.
Todo ello se empieza a combatir inevitablemente hoy en Cuba. E intentamos comprender que la sociedad se mueve y se compensa en su fluir mediante el debate y la extensión de los espacios. Menos riesgo hay en la argumentación peleadora que busca esclarecer y persuadir, que en el silencio rencoroso de quienes no entienden, restringidos por las talanqueras de visiones inflexibles y ajenas. Y esto, sea dicho para atemperar mis prejuicios contra el prejuicio, es una explicación entre tantas.