Creí, inútilmente, que ya todo estaba inventado, como dice cierta voz popular. Que a estas alturas no surgirían nuevas unidades de medida para sopesar los metros, los kilogramos, los líquidos o la capacidad de almacenamiento de una computadora.
Claro, me equivoqué. No hace mucho tiempo —después de la latica de leche condensada y del jarro metálico de «cinco libras»— surgió, por ejemplo, el «pepino», con el cual se miden algunos brebajes ambarinos que causan mareos. Y luego nació el «fondo de un pepino», usado por determinados vendedores de ajíes en sustitución de la mitad de la mitad de una libra.
Pero ahora, a raíz de la necesaria venta estatal de materiales de la construcción, ha cobrado fuerza inusitada una unidad de cálculo insospechada y sorprendente. Me refiero a la pala.
Así mismo. Estos ojos han comprobado reiteradamente en varios puntos de venta de materiales a la población que un metro cúbico de polvo o de gravilla «equivale a 216 palas». De modo que si usted hace un ahorro tremendo y se va a comprar cinco metros cúbicos del llamado polvo de piedra (por el valor de mil pesos) le venderán 1 080 palas medidas de ese producto constructivo. Y si compra cuatro metros cúbicos (por el valor de 800 pesos) le venderán 864 palas justas. Ni más ni menos.
Parecería un tema risible. Se trata, sin embargo, de un asunto lo suficientemente serio como para no tirarle tierra encima. Porque 216 palas lanzadas por un hombre a la cama de un camión no garantizan la exactitud ni tampoco es una prueba irrefutable de la modernidad que presupone el siglo XXI.
Además, por los moldes estáticos de esa pala constante puede abrirse un pequeño agujero para el desvío, la imprecisión, el gasto excesivo de tiempo o la justificación más fácil.
Suscribo esto último porque cierto día en que acudí a uno de esos puntos de venta —el de Rosa La Bayamesa, en mi Bayamo natal— la dependienta lo primero que hizo fue preguntar por la altura del vehículo transportador para luego soltar una advertencia: «No pueden traer un carro alto; si traen un carro alto es por gusto». Tenían lógica sus palabras: ¿qué humano puede lanzar un palazo de polvo a un alto Volvo o a un KP3?
Más tarde señaló: «¡Miren a la hora que vienen, con este sol que está haciendo!». Y es verdad que no resulta fácil acopiar cientos o hasta miles de palas sobre las tres de la tarde, bajo un fuego climático que devora espaldas. Mas los clientes, ¿qué culpa tienen? ¿No quisieran ellos que les despachen rápido o con un aditamento mecánico y no con una lentitud que desespera a cualquiera?
No digo que la pala sea mala; bastante ha resuelto en esta era. Y en el lenguaje escolar de mis tiempos «hacer una pala» consistía en el buen gesto de acompañar a alguien. Pero en los tiempos modernos, que implican procesos nuevos, agilidad, precisión, excelencia y respeto ilimitado al cliente, la pala debería estar en desuso, al menos para los grandes volúmenes. La pala no debería medir las montañas de piedra, aunque si no hay, inexcusablemente, otra cosa… ¡vayamos paleando!