La narración la conocemos bien: Masicas, la esposa de Loppi el pescador, lo tenía a maltraer desde el bendito día en que el hombre había capturado y devuelto al agua un camarón encantado. Puesto a pedir favores mágicos, él se conformaba con una buena pesca, pero la mujer no: primero exigió más comodidades, después propiedades, luego títulos nobiliarios y más riquezas, y por último, gobernar a los astros…
En Islandia, que por siglos ha sido tierra de laboriosos pescadores como el bueno de Loppi, la cosa ocurrió de modo parecido. Un país muy pobre, algo desconectado de la modernidad durante muchísimo tiempo —la cerveza se despenalizó ¡en 1989!— se convirtió, por la recetas llegadas desde las capitales financieras, en un paraíso del bienestar económico y social, del que los políticos presumían como un fruto del «espíritu emprendedor vikingo», y la banca quiso también sacar su tajada.
Una de esas entidades —que no la única—, el Landsbanki, prometió billetes fáciles a todos los que abrieran una cuenta en ella, con intereses del cinco o seis por ciento, y a sus filiales se fueron los ahorristas, muchos de ellos británicos y holandeses, a depositar lo suyo para hacerlo crecer. Ah, pero cuando la crisis tocó al país del hielo, el dinero desapareció: los banqueros lo habían derrochado en mil y una boberías, comprándose monumentales residencias en Nueva York o Londres, y creyendo en lo intocable del sistema de casino.
Así pues, como no había un céntimo en la alcancía islandesa, Gran Bretaña y Holanda debieron pagarles a sus nacionales con dinero que, a su vez, pidieron prestado de otros. Pero ahora, claro, le exigen a Islandia que les entregue 4 000 millones de euros, y…
Bueno, los islandeses acaban de decir que no, en un segundo referéndum sobre el tema. Ya el pasado año, el presidente, Olafur Grimsson, les dio la oportunidad de expresarse en las urnas, y estos dijeron que «nones», que por nada correrían a cargo del desastre causado por los bancos. Londres y Ámsterdam ofrecieron entonces mayores facilidades —más tiempo para pagar y menores intereses—, pero ni modo. Los vikingos no están para fiestas (ni para deudas de otros).
No quisiera nadie estar en la piel de esta Masicas. Hoy, para salir de sus apuros, Islandia está lidiando con el Fondo Monetario Internacional, que ha acudido en su «auxilio» a condición de que aplique la tanda tradicional: rebaja de salarios, elevación de impuestos, más trabajadores a la calle (había, por cierto, muchísima gente empleada en el sector financiero, que ahora están de brazos cruzados).
Además, si se mantiene atrincherada en el «¡no pagamos!», ya ha sido advertida: primero, Gran Bretaña y Holanda se aprestan a demandarla ante un tribunal, y segundo, el ansiado ingreso en la Unión Europea quedará colgado de la brocha, pues para que ello ocurra debe haber unanimidad entre los actuales miembros. Y por lo menos hay dos que ya sabemos que no la garantizan.
«Hay que volver a los comienzos», admite a un diario europeo un ingeniero islandés, que dejó los planos para zambullirse en el negocio bancario. Y muchos han vuelto, por ejemplo, a la pesca. Van con el morral vacío y con buena disposición: «La gente está haciendo cola por trabajos en la industria pesquera», asegura una fuente del sector.
Valga, pues, el retorno de Loppi a la humildad productiva. Al menos los peces están ahí —los euros se escabullen de los bancos más fácilmente que ellos de la red—, y no dan sorpresas tan amargas.