La Liga Árabe, organización que agrupa a 22 países árabes, se cayó de la mata cuando comenzaron a recibirse las primeras imágenes de civiles libios muertos o heridos durante los bombardeos de la OTAN.
«Lo que ocurrió en Libia —dijo el secretario general de la Liga, Amro Musa— difiere del objetivo que es imponer una zona de exclusión aérea (…) Queremos la protección de los civiles y no el bombardeo de otros civiles».
En sentido similar se expresó ayer su secretario adjunto, Ahmed bin Heli, quien dijo que la condición era que no se afectara a personas ni instalaciones civiles, y que estaba en contacto con el Consejo de Seguridad para que esto se tomara en cuenta.
Es francamente patética la reacción de la organización. A la vista están las operaciones aéreas «contra los talibanes» afganos y las que se lanzaron «contra las tropas de Saddam Hussein». El número de víctimas civiles de cualquiera de estas acciones —enfiladas en teoría contra los jerarcas, pero desastrosas para la población civil— es más que ilustrativo de que cada vez que se dice querer atacar «a unos pocos» para defender «a unos muchos», son estos los que sufren las consecuencias.
Pero la Liga Árabe parece estarse desayunando de cómo suelen ser las cosas en este planeta. Desde su estrado en El Cairo hablaron o hablan aún algunos de los que fueron o serán próximamente tenidos por dictadores y opresores de sus pueblos, y pese a ello a Musa y Bin Helli no le molestaban. ¡Nadie se había dado cuenta de quién era el egipcio Mubarak, ni el tunecino Ben Alí!
Cuando llegó el turno del libio Muammar al-Gaddafi, hasta ayer tenido por amigo en Europa —nada como el petróleo y el gas para ganarse amistades—, la Liga pidió una zona de exclusión aérea, sin «percatarse» de que cuando se aplicaron otras de este tipo en el norte y el sur de Iraq, los cohetes norteamericanos y británicos no solo caían sobre las antiaéreas de Saddam, sino sobre cualquier puesto de venta de lechuga o sobre una casa en la que se celebraba una boda…
Entonces —¡oh, Shakespeare!—, se llevan las manos a la cabeza y se rasgan las vestiduras ante las víctimas civiles libias, como aquel sujeto que compró pescado y le cogió miedo a los ojos.
Es lamentable. Si los de casa piden a los extraños que intervengan, ¿de qué respeto se hacen acreedores? ¿Cómo es posible que la Liga Árabe no logre resolver diplomáticamente una situación irregular en uno de sus países, y dé el pie forzado para que las antiguas potencias coloniales europeas destraben el dominó a su manera?
«La buena conciencia europea —y los gobiernos acaban obedeciéndola— no podía tolerar más masacres en la esquina de casa», expresaba un columnista en el diario español El País. Bueno, pues habría que acotar que «depende de la esquina». Que se sepa, ni la Liga Árabe ni la Unión Europea pidieron a la ONU una zona de exclusión aérea sobre Israel cuando este desató la operación Plomo Fundido, que acabó con la vida de 1 300 palestinos —un tercio de ellos, niños— en la Franja de Gaza. Ni tampoco fueron tan tajantes cuando Marruecos desmanteló a tiro limpio un campamento civil saharaui en las afueras de la ciudad de El Aaiún.
Mientras señores como los ahora perplejos, y otros que suelen discursar en nombre de la causa árabe, le hagan tan flacos favores a esta con su acción concreta, nadie, ni el genio de Aladino refugiado en su lámpara, estará a salvo de la metralla en Oriente Medio.