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Juan Gualberto y la voz de la virtud

Autor:

Hansel Pavel Oro Oro

En una carta con las instrucciones para la guerra necesaria, Martí despidió al que consideraba su hermano negro de esta manera: «Adiós, para tener tiempo de todo, de echarme en sus brazos, de decirle que le entendí de muy atrás el alma clara, y para mí amadísima. Usted es uno de mis orgullos…».

Y uno vuelve a esas líneas del afecto cuando todo pudiera parecer inmóvil en el lugar donde los restos yacen. Pero rápido se advierte que no, que no hay cementerio capaz de silenciar palabras enérgicas ni tumba para desvanecer al hombre de acción tan fraterno al Apóstol: Juan Gualberto Gómez.

Su infancia, pícara y matancera se escondió entre las cañas del Vellocino, ingenio de doña Catalina, donde el sufrimiento de los esclavos gritaba a los cuatro vientos dolores ensangrentados. Nació de vientre africano en esos lares donde la libertad costaba 25 pesos.

A los diez años todo niño desea dulces y juegos. Él se contentó con un trozo de carboncillo para aprender a leer y escribir junto a su preceptor Antonio Medina, a quien más tarde llamó «el Luz y Caballero de los negros».

La vocación por la carpintería sugirió a sus padres que debía estudiar el oficio de carruajero en Europa. Él, un negro de cuello y corbata, era una suerte de asombro en las escuelas de Francia.

Las penurias económicas de su familia impidieron costear el aprendizaje. Sin embargo, decidió extender la estancia allí y encontró en el periodismo una manera de vivir. «Periodismo es la profesión de los que se quedaron sin profesión», decía como corresponsal de diarios suizos y belgas en la capital francesa.

A su regreso, durante el último año de la Guerra Grande, conoció a Martí en una habitación del bufete de Viondi. Unos pocos encuentros les valieron para fraguar una amistad, crecida luego además con el afán de ver a Cuba libre. En una ocasión el independentista Julio Sanguily refirió al propio Juan Gualberto: «El único hombre que realmente reúne las condiciones para sustituir a Martí es usted, y solo usted».

Con sus crónicas de prosa intensa y verbo ágil desvistió a una sociedad enferma de prejuicios raciales. En su memorable artículo Nuestros propósitos mezcló entre tinta y papel al negro y al blanco. La Fraternidad, su periódico, fue un escenario de lucha.

Durante mucho tiempo castigó con su pluma los males de la seudorrepública. Una vez Machado quiso silenciar su palabra aguda con la Orden Carlos Manuel de Céspedes en la categoría de Gran Cruz, pero le salió mal el empeño: el patriota le aseguró al tirano que seguiría siendo el mismo con Gran Cruz o sin ella.

Ya en sus últimos días escribía para Bohemia. Hasta allí iba, muy anciano, a entregar y cobrar las colaboraciones. El antiguo taller de esa revista, 78 años después de su deceso, da paso a aulas nuevas de quienes ponen las primeras letras en esta faena interminable. En ellas se sienta su relevo.

Juan Gualberto Gómez, maestro: no podemos permitir que descanse. Con la voz de su virtud también libraremos las batallas de mañana.

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