El repentismo, si divertido en las controversias y canturías guajiras, no suele pasar a los libros, salvo los de algún improvisador excepcional que componiendo igualmente una excepción, obligue a los críticos a registrar sus improvisaciones. En lo económico, lo social o en lo político pasa lo mismo. Pero si en el arte, improvisar, aunque sea un disparate, es un acto inofensivo, aunque risible, en todo cuanto se relacione con la sociedad puede derivar hacia el error, lo fallido… Incluso lo trágico.
Toco un tema recurrente. No soy, por tanto, el primero en hablar de la improvisación, ni contra ella. Pero estimo pertinente redundar, porque parece que a pesar de recomendaciones y exigencias, la improvisación, el repentismo, persiste en ciertos ámbitos como un recurso. Y si cada vez que se empleara fuera un acierto, pues quizá uno diría, bueno, que pase. Pero la puntería de la improvisación incluye la tendencia a desviarse; es muy desafinada.
Tal vez esa práctica sea uno de los atajos por donde pecamos los cubanos. Algunos de nosotros somos adictos a la inspiración: a cualquier problema damos una respuesta inmediata, sin a veces reflexionarla en privado y menos colectivamente, y sobre todo sin prever los efectos nocivos de lo decidido de prisa. Por esa misma rapidez en decidir, exigimos frutos inmediatos. Y por ello parece inquietarnos que decisiones fundamentales demoren en concebirse, discutirse, probarse. Un sociólogo, un tanto criollo en sus formulaciones, dijo que los cubanos éramos capaces de echar abajo un edificio de 30 pisos de un empujón, pero no podríamos hacerlo ladrillo a ladrillo, porque nos faltaba constancia. ¿Estaría equivocado?
Pero mientras decidimos la razón o la sinrazón de esa sentencia, admitamos que el repentismo presenta otro peligro: que precisada la estrategia, el apuro y la superficialidad por aplicarla oriente cada paso, y de pronto nos veamos saltando procedimientos, adaptando piezas y quitando tornillos aparentemente sobrantes, como mecánico en carro nuevo.
Las reglas, por supuesto, han de dirigir el ejercicio de gobierno y de administración. Las reglas, incluso, establecen el rendir cuentas. Pero a mi entender no es igual rendir cuentas que pedir cuentas. Cuando uno por hábito rinde cuentas, otros por hábito las escuchan y todo queda luego en silencio o en un aplauso, mientas ciertos suspicaces se limitan a sonreír sardónicamente. Al menos, pensarán, a mí no me engañan…
En efecto, cuando se piden cuentas, quien las solicita está atento, oye y comprueba la veracidad de lo informado. Y me parece que el país ha de exigir cuentas sin esperar a que corresponda rendirlas; pedir en particular responsabilidad ante la historia de nuestra nación y su destino. Que son conceptos y hechos tan capitales como para que cualquiera pueda pensar que improvisar una cuarteta disparatada es signo de cubanía y Revolución. Porque signo de patriotismo y de convicciones revolucionarias es la seriedad con que uno asuma lo que nos corresponde hacer en momentos de riesgos. Signos de compromiso son la honradez, la perseverancia y la prudencia. Y no solo las palabras; palabras que se recalientan como consignas. Y si las consignas son convenientes, necesarias, útiles, han de ser, más que dichas, actuadas, vividas con el sol en la conciencia.
Sin la honradez, la perseverancia y la prudencia —digo para terminar—, posiblemente unos u otros sigamos aficionados al repentismo, a ese decidir rimando «bueno» con «heno», «fango» con «mango», en una controversia, un aguaje que a nadie convence. Y por tanto, se nos note la carencia de las virtudes más caras, más urgentes en estos días cuando nos inquieta el futuro del socialismo como sociedad más justa y equilibrada. Y acompañando a esas virtudes, como una herramienta, habrá de estar la inteligencia que medite, sopese, y comprenda que al ejercicio de administrar hay que controlarlo, y al control también.