A veces deseo una casa; no una mejor que la que habito, sino aquella de mi adolescencia que quisiera reconstruir con ladrillos incorruptibles, cuando ya uno se percata de que el tiempo es la mercancía más barata del mercado mundial, y también la que más rápido se consume o se desgasta.
En lo físico, la casa de mis nostalgias carecía de importancia; más bien lo que valía era que aún te rodeaban los seres más amados. Y tú puedes vivir lejos de los que has querido, pero en el mismo espacio donde ya no están implica andar orillando el desconsuelo: la resignación se niega a embalsamar los despojos.
Si entrara ahora en aquella mi casa joven, del techo se desprendería el óleo del vacío para pintar el símbolo de la soledad: una espalda doblada y cabizbaja sentada en el quicio de la puerta. Al volver la cara hacia dentro quizá vería en la sala, colgada, una minúscula araña de bronce, con cristales como lágrimas que parecían caer sin lograrlo, y en el comedor la mesa y las sillas pintadas de verde y crema, en tonalidades tenues, y el aparador, donde se protegía un juego de copas de bacarat que, con mi primer sueldo, a los l8 años, ya la Revolución de por medio, le compré a mamá con el propósito de decirle que ella lo merecía todo en primer lugar. Y yendo hacia dentro, en cada detalle doméstico de la pobreza se revelaría una microscópica historia de amor, de intimidad consanguínea, de privación y ahorro.
Tal vez lo que más recuerde ahora sea mi vuelta a casa, a los l6 años, desde el seminario católico donde estudiaba. Transcurría un año puntiagudo: 1961. Y mamá, que entonces temía que me fuera del país para seguir estudiando, se esmeraba en sus ternezas cocinándome los platos tradicionales de la casa. Un día, en el almuerzo, me halagaba con aquellas torrejas de la infancia —pan, leche, huevo y canela en almíbar—, cuya dorada y cremosa masa no parecía provenir de ingredientes tan elementales; a la comida, el postre quizá se mostraba en unos platillos de arroz con leche, aún tibio, porque cuando se enfriaba, advertía mamá, perdían esa virtud de diluirse en la boca como las cremas más selectas. Otro día el plato central se derramaba en una lengua de vaca cocida en salsa roja, comida de remiendo por lo accesible en años de nuestra niñez, y degustada en su fibrosa suculencia por quienes habían descubierto la exquisitez procurando el alimento más prosaico.
Un martes o un jueves venía la sopa de falda, cuya carne de segunda, después de haber donado el sabor y la grasa a un caldo que hervía, se desmenuzaba en hilos para sofreírse ahogada en puré de tomate, adquiriendo así un nombre engañoso, porque llamándose «ropa vieja» o «carne ripiada» podía componer un vestido de etiqueta.
Pero el momento de suprema expansión gustativa fue aquella tarde en que, sin previa advertencia, me sirvió «afiollas» o «afilloas», que no concuerda el nombre con los recuerdos de la receta traída por la mamá de mi padre desde Galicia, mi abuela Antonia, y que ejerció provisoria opción en nuestra mesa de subsistencia durante los 50, década de papá sin trabajo, y de decisiones familiares, propiamente de mamá, para romper miedos y emigrar hacia La Habana. Las «afilloas» gallegas consistían en harina de Castilla disuelta en agua, sal y un huevo batido, o sin huevo, y luego puesta en la sartén a fuego lento para aglutinarse en una torta conjuradora del hambre.
Ahora, mi hambre es otra. La nostalgia intenta repletar mi estómago sentimental como un bolo de coca anestesiaba la debilidad de aquel pastor que vi, como figura estatuaria en la desolación de la puna boliviana, un día entre mis días de periodista andador de caminos, y que ahora sentado a la puerta de una casa inexistente se echa a andar por los atajos imposibles de la memoria, cuyas antenas, si te recuerdan que has vivido, también te invitan a vivir otra vez.