MI único gran hallazgo meteorológico data de cuando descubrí que los vientos de Cuaresma no eran buenos para empinar papalotes: volteabas la cara un segundo y de pronto aquella armazón de papel y güin o madera esmirriada se descomponía entre las ramas de cualquier árbol, los cables eléctricos o se iba a bolina.
Resultaba un placer extraño, malicioso, pilotar un papalote. Se parecía a la recóndita complacencia de manipular algo más poderoso que uno. Aún me miro colgado abstraídamente de aquel diminuto pájaro que casi se difuminaba tras la claridad platinada, y yo, mordiéndome los labios con gesto furioso, lo obligaba a volar a la derecha o a la izquierda, cortando el espacio como una navaja inofensiva. Perdí muchos papalotes en días inoportunos. Pero vencí alguna vez a los vientos de Cuaresma con las mañas que me fueron puliendo el afán de poder realizar cuanto deseaba. De adolescente, tal palmarés aéreo me inspiró el propósito de estudiar para aviador. Ya entonces había visto una película donde alguien decía que a esas alturas uno andaba más cerca del cielo.
Más tarde quise ser marinero. Y me dormía imaginando barcos, olas, tormentas desde mi pose de capitán Ahab, asumida luego de leer a Moby Dick. Por qué, me pregunto ahora, por qué tantos niños aspiran a ser marinos o aviadores. Tal vez porque en la conciencia infantil ya forcejea la tendencia a desafiar cuanto creemos peligroso, heroico o ignoto. Desgraciado sería, sin embargo, si hubiera persistido en querer leer cartas marinas o las señales del firmamento en noches de mar picada. Habría acarreado hasta hoy la memoria maltrecha del examen de ingreso. Me di cuenta cuando, a los pocos minutos de haber empezado a navegar por primera vez en un pesquero, los mareos me pintaron de verde. Y el veterano timonel me recomendó que no mirara al agua, sino al horizonte: así, con la cabeza altiva, engallada… como ese almirante que pretendí ser.
Al fin, no fui ni tiburón ni águila. En todo caso, me he aproximado a ser una anguila eléctrica o un búho. Porque todo cuanto se relacione con la luz y el conocimiento, también corresponde al periodismo. Y también todo cuanto tenga que ver con el aire o el agua se relaciona con la función del periodista. Viajamos, andamos tanto que, siendo periodistas, cumplimos los anhelos más impertinentes de la infancia. ¿Aviador? Mucho hemos volado, a lomo de lápiz, hacia lo desconocido para intentar transformarlo en noticia, en referencia cercana. ¿Marino? Hemos llenado nuestra bitácora con centenares de cuartillas náuticas buscando a personajes que nos conviertan en descubridores o conquistadores de alguna historia oculta o anónima.
Quizá la sensación que experimento escribiendo estas líneas, confluya con aquel sentimiento de señorío ante mi papalote. Uno cree mandar en la palabra, ordenándole que fluya lenta, o suave, o discreta, o bronca, o polémica. Y mis crónicas, mis reportajes, incluso mis escuetos poemas han intentado retener viajes, contactos, gentes, experiencias, premios, elogios, dudas, críticas, indiferencias, riesgos. He querido convertir las letras en un papalote invulnerable al cambio de los cielos y la sucesión de los soles.
Pero los recuerdos, como siguiendo un hilo inevitable, ya me avisan que el tiempo se burló de mi pericia. Se deshojaron los días como papalotes desarbolados por los vientos de Cuaresma. Hoy, cuando el año se congela para siempre en los vientos fríos de algún norte de invierno, tengo la certeza de que la vida es un empinarse y un terminar yéndose a bolina… con el alma prendida del cordel con que se remontaba aquel papalote de cinco centavos. O atada a estas palabras comunes con que quisiera pescar una ilusión.