Refiere la Wikipedia en Internet, que «el bicitaxi (también rickshaw, tricitaxi, pedicab o velotaxi) es un vehículo para el transporte especializado de pasajeros, constituido bajo el principio de la bicicleta, accionado con tracción humana, con una capacidad de traslado de dos pasajeros adultos sentados y su conductor».
«El bicitaxi —puede seguirse enterando el lector— proviene del japonés jinrikisha, un cochecito ligero, de dos ruedas, abierto o cerrado, pero arrastrado por una persona, que va a pie o en una especie de bicicleta».
No es poca cosa este artefacto utilizado en distintas ciudades del mundo, y que en muchos sitios de Estados Unidos y Europa lleva acoplado un motor eléctrico para facilitar el pedaleo del conductor en momentos críticos como la arrancada o el ascenso por una pendiente. Hasta diseños futuristas están siendo concebidos para este medio de transporte que ya se ve en urbes famosas, no pocas del Primer Mundo.
Todo lo dicho, sin embargo, no quita color a nuestra certeza de que un bicitaxi en La Habana y en Cuba es un suceso único, sin parangón, lleno de estridencias y ocurrencias tales, que quien no monte en uno de estos, como dice un humorista de esta Isla, no sabrá «lo que es la vida».
Lo primero que nos recuerda estar en Cuba cuando tomamos un bicitaxi, es nuestra cálida relación con el conductor, que no va en silencio sino contando un montón de historias mientras avanza con el sudor corriendo por sus pantorrillas y su cuerpo todo. En segundos nace un encariñamiento por cuenta del cual pasajeros y conductor pueden terminar subiendo juntos el «coche» si la pendiente es muy dura, porque aquí el corazón no nos permite asumir fríamente que alguien suelte la vida mientras nos lleva como si fuéramos monarcas.
Y nuestros bici no tendrán motorcitos, pero muchos van armados de unas bocinas que convierten el paseo en un concierto atronador, en una discoteca andante que saca a la gente a los balcones y sumerge a los pasajeros en melodías dulzonas o de ritmo de tambores, al extremo de que cuando se llega al punto de destino, quien ha usado el bicitaxi puede sufrir esa suerte de mareo en tierra, típica de los viajeros que probaron por primera vez los vaivenes en barco.
Un aparte merecen los adornos escogidos por los conductores para sus carros. Asombran las pinturas en los techos, las moñas en los manubrios y el tapizado de los asientos, algunos tan sofisticados y coloridos que nos recuerdan la recámara de la mismísima María Antonieta.
Ni hablar de ciertos cintillos que parecen avanzar por La Habana diciendo la última palabra: «Se sufre pero se aprende», reza la filosofía de cierto conductor, quien mientras da pedal, parece orear sus sentimientos sin pensarlo dos veces.
Hay que subirse a un bicitaxi para vivir algo así como otra dimensión, como un carnaval desde el cual todo nos parece aventurado e irrepetible. Y no importa que el viaje sea más o menos largo: Será siempre intenso, impredecible. Y eso es lo que importa… además de todo lo que lleva y trae.