Muy temprano el viajero va preguntándose qué podrá distinguir a esta ciudad. ¿Las cúpulas? Acaso las doce combas que se echan al aire sobre la techumbre, gracias a la equilibrada delicadeza de albañiles catalanes, maestros ya sin nombres, ni firmas, podrían convenir para sobrenombrar a Cienfuegos la ciudad de las cúpulas.
El viajero sigue andando y puede oír sus pasos sobre el pavimento del Paseo del Prado. En Punta Gorda, se detiene ante el Palacio de Acisclo del Valle. Los sentimientos litigan desconcertados: seduce, pero a la vez repele por la exageración de arabescos y cariátides en un estilo que se traga a sí mismo en el cansancio de la superabundancia barroca y morisca, palabras estas que quieren indicar voluntad de derroche en el lucimiento del poder, aunque esas impresiones no reducen el valor arquitectónico del sueño del antiguo potentado.
Luego el viajero alcanza la plaza donde la Catedral parece cojear con dos torres de alturas diferentes, y el resto de los edificios neoclásicos atestiguan la raíz francesa en los orígenes de la Perla del Sur, núcleo urbano matizado por la paradoja de sus calles anchas y su existencia apacible, entre la actividad perseverante y el tráfago que no parece alcanzar la escala del ruido. Fundada en 1819, y siendo tan nueva, cuenta una vieja historia, en parte sumergida en los anales inescrutables de la penetrante bahía de Jagua, a la que protegen desde el costado izquierdo, mirando hacia el sur, los dientes azulados de la sierra de Guamuhaya, y al derecho se adormece el barrio costero y recoleto de El Perché. Desde la orilla opuesta, uno permanece prendido al caserío, añorándolo, como si me halara desde sus enigmas. ¿Qué ha visto el viajero? Imagino el escenario de una novela que no escribiré y que en un momento imprecisable tal vez decida escribir el cronista Francisco G. Navarro, mi amigo.
Mientras espera la hora que justifica su estancia en la ciudad, el viajero se orienta hacia el cementerio de Reina, urgido de arena, cemento y cuchara por la ruina en sus paredes laterales donde, como en una colmena, bostezan nichos centenarios, como los construyó con ánimo de modernidad el Obispo Espada en la Habana. Quizá entre los valores de la villa fundada por don Luis D’Clouet, sea la primitiva necrópolis uno de los puntos más provisto de interés para el viajero, o para ciertos viajeros, en particular europeos, sin que por ello les coloree el alma la influencia grisácea de los poetas románticos. Posiblemente, una ciudad sugiere a veces los secretos más interesantes e influyentes, o sus definiciones esenciales, tras un sepulcro perdido, o una lápida.
En una tumba penetrada subterráneamente por las aguas de la bahía, flota en Reina, con la incógnita por sarcófago, la huesa del abuelo materno de Pablo Ruiz Picasso. Caminando hacia el fondo, a la derecha de la capilla, nos sorprende un nicho con el nombre y el apellido de uno de los escritores de la Generación del 98 en España: Ramiro de Maeztu. Desde luego, no es la tumba del escritor, ensayista polémico y conservador. Lo ya averiguado habla de un pariente del mismo nombre, tal vez su abuelo, que poseyó en el siglo XIX un ingenio azucarero en la comarca cienfueguera: el Pelayo.
Después, sentado en la orilla oriental de la península de la Majagua, espada que taja en dos charcos ese sector de la bahía, la pregunta de la mañana encontrará respuesta al atardecer. Antes habremos de aceptar que la crónica de un viajero flexible —este que soy, que mira para contar— se contamine de afirmaciones y negaciones. Porque lo visto ahorita se amengua ante lo visto ahora. Y sobre el agua, detrás de la barrera de unas lomas verdecidas, el poniente se desordena en ráfagas rojas, amarillas y entre nubes negras, como si un pintor absoluto hubiera tomado un puñado de colores arbitrarios, impertinentes y los echara al cielo como parábolas incendiarias que el viajero nunca ha visto en otros sitios y ante las cuales quizá recuerda, con el escritor Ramiro de Maeztu al referirse a Cuba, «la insuficiencia de toda palabra» para describir el ocaso en Cienfuegos.