Hablábamos el viernes pasado de las apariencias, pero nuestra conversación dejó atrás el tema en la primera curva, como urgida por una emergencia. Ahora podemos retomarlo. Y decir que quien guarda las apariencias sin que procedan de las esencias, obra de modo que si es desleal, jura morir antes de traicionar; si roba, condena repetida y encarecidamente a cualquier ladrón, y si haragán, aparenta que trabaja… ¿Exagero? Las analogías pueden potenciarse hasta el infinito, y todas o casi todas, al menos, enrarecen el clima social.
Conservo una experiencia que me ha obligado a levantar permanentemente la guardia. En 1978, cuando el Gobierno Revolucionario propició el diálogo con los cubanos honrados de la emigración, mi hermana, que se marchó con parte de la familia cuando apenas cumplía cuatro años, regresó para reencontrarse con su raíz. La acogí con afecto, delicadeza. Cierto compañero me lo reprochó. Yo, me dijo, tengo un hermano allá y si viene le doy la espalda. Casi me abochorné por mi debilidad sentimental. Dos años más tarde, en 1980, aquel patriota de la rutina fue recibido por su hermano en el… yate donde lo vino a buscar. Y mi íntegro ex compañero, se fue por el puerto del Mariel.
Quizá un juicio menos angustiado por estos bombillos rojos, lo califique de caso extremo. Pero no me parece único. La incidencia de quienes piensan en «no» y pronuncian un «sí» es más frecuente de lo que le conviene a nuestra sociedad. Y no conviene tanta discordancia entre lo que algunos piensan y dicen pensar, entre lo que hacen y simulan hacer, porque tanta apariencia puede distorsionar el cálculo de las reservas morales en la conciencia de la nación, y encubrir errores…
Ahora bien, las apariencias suelen ser tanto o más peligrosas cuando del ciudadano común pasamos a este o aquella que ejercen una u otra responsabilidad de índole social o administrativa. Y no creo referirme a un aspecto novedoso si les digo que las apariencias en estos ejemplos derivan hacia los ropajes de «cierta vieja dama indigna», como podríamos llamar a la mentira. Y así topamos con informes aparenciales, paredes recién pintadas ante la visita ajena para sugerir que siempre han estado así: limpias. O con acciones que pretenden salir de un trance prometiendo una solución, o dándola por hecha cuando no existe o no tiene posibilidad de existir.
Las apariencias, pues, son humaredas que a la distancia parecen una «candelá» y cuando las apreciamos de cerca o desde dentro resultan un fuego fatuo. Y lo peor es que, en verdad, a veces miramos las apariencias con ojos que lo dan todo por supuesto. Por supuesto que nadie finge, que nadie engaña, que todo está en orden, que la ley, por sí misma será acatada y sobre todo será aplicada como fue concebida, que los servicios básicos carecen de fallas, de modo que no hay ningún proceder que rectificar, y que el marabú solo necesita figurar en un informe como extinguido para que ya no crezca en los campos.
¿Se me van las teclas? ¿Exagero a lo criollo? No he escrito nada que ya no hayan dicho voces más autorizadas. Este periodista lo recuerda con la finalidad de avivar la reflexión que colabore a descubrir la influencia de lo falso o inseguro en nuestro mejoramiento.
Pero lo enmarañado del tema se atrinchera en el mismo argumento empleado para justificar mi comentario: en otros momentos se ha denunciado y condenado, y a pesar de ello seguimos padeciendo de iguales o parecidos males. ¿Tanto nos seducen las apariencias? Si quisiera ilustrar mi modesto trabajo con un lema, elegiría este: «Sin embargo se mueve», ese que alguna vez atribuimos a Galileo y que el periodista italiano Vittorio Messori ha rectificado demostrando, en uno de sus libros, que la frase fue invento de un periodista del siglo XVIII.
Sí; cuánto pueden las apariencias frente a los que pretenden aceptarlas por un exceso de complacencia, de refinado autoengaño; sin embargo se mueven, aunque sin embargo hemos de removerlas con la lucidez del que mira, ve, oye, comprueba y actúa en consecuencia.