Llega el 14 de febrero. Llegan, como en dilatada y entusiasta procesión, los besos, los halagos, las promesas de «hasta el fin de nuestros días». Llega el amor al trono, y las almas se aquietan.
Hay quien jamás ha conseguido amar y tiene —aunque no se lo admita ni a sí mismo— el corazón «con una esquina rota», como las primaveras de Mario Benedetti. Hay quien ha amado mucho, pero luego ha quedado solitario a la manera de aquel «tonto en la colina» de los peludos muchachones de Liverpool.
Amor sintió Petrarca, y sufrió lo indecible por su Laura casada y espléndida. Amor se profesaron Francesca y Paolo, asesinados por un Giovanni cruel e inmortalizados luego en la comedia divinísima del Dante. Fue por amor, se dijo también, que hubo una guerra en Troya, cuando Paris no pudo renunciar a la sublime claridad de Helena.
Espíritus catastrofistas nos advierten que el 21 de diciembre del año 2012 acabará la vida sobre el planeta azul. Que ya no habrá rosas, ni más niños correteando sobre el pasto, ni más rugido de león, ni más gemido de hembra.
«Será el fin», aseguran, y sustentan su augurio en el calendario maya, el profeta Nostradamus y la capacidad de la tecnología moderna.
Por puro y elemental instinto de conservación, presumo que están equivocados sus sombríos vaticinios. No obstante, por si acaso, más nos vale que amemos sin fondo desde ahora hasta la fecha prefijada.
Y algo más: si ese día no sucediera nada, si no se viene el mundo abajo, si la vida persiste… por si acaso, más nos vale que sigamos amando.