Estos son algunos de los prejuicios que también los consumidores británicos deberán vencer, ahora que un plan del gobierno del primer ministro laborista Gordon Brown contempla un descuento de 5 000 libras esterlinas (7 392 dólares) para quien compre uno de esos autos. Así, según lo ve Londres, se estimula la producción, el empleo y el consumo (un empujoncito en medio de la crisis), y de paso, se combate el deterioro climático del planeta.
El carrito eléctrico pasea por la ciudad. Foto: Greencasitecouk La idea es interesante. El primer paso sería fabricar masivamente dicho tipo de autos, lo que no ha ocurrido aún (constituyen solo el 0,1 por ciento de los que circulan en Gran Bretaña), en buena medida porque cuestan el doble de los tradicionales. Además, habría que convencer al público, y mejorar ciertos «detallitos»: las baterías solo almacenan energía para 60 kilómetros; para cargarlas se necesitan ¡siete horas!, y la familia tiene que ir a pasear de dos en dos, porque únicamente cuentan con dos asientos...
A quienes albergan tales preocupaciones, el progreso les devolverá el alma al cuerpo. Según la BBC, ya están en producción nuevos modelos, con baterías capaces de cubrir 170 kilómetros, y que pueden durar hasta 10 años. ¿El costo de «llenar el tanque», o sea, de recargarlas en puntos de abastecimiento públicos, o en casa? Unos cinco centavos por casi dos kilómetros. ¡Y demoraría «solo» dos horas!
Londres pone especial énfasis en el carácter ecológico de la iniciativa. La UE desea reducir en un 30 por ciento, para 2020, las emisiones de gases contaminantes respecto a los niveles de 1990, y lo que hagan los gobiernos en tal sentido recibe la bendición desde Bruselas. Así, tanto Gran Bretaña como España recibirán 866 millones de euros para desarrollar tales autos, sean completamente eléctricos, sean híbridos (cuando combinan este tipo de energía con la fósil, para mejorar la eficiencia).
Ahora bien, precisamente desde la esquina de los ecologistas se esgrimen razones contra proyectos apreciados como positivos a primera vista. En Alemania, por ejemplo, está en curso una iniciativa para permitir a empresas del sector energético almacenar, en cavidades bajo el suelo (como yacimientos de petróleo ya agotados) el dióxido de carbono resultante de la combustión del carbón, y no dejar que escape hacia la atmósfera.
Sin embargo, para los defensores del medio ambiente, esa solución carece de seguridad —como lo han demostrado los peligrosos escapes radioactivos en depósitos de desechos nucleares—, y desvía recursos de lo que debería ser el mayor desarrollo de las energías renovables.
En el caso británico, los ecologistas se preguntan: ¿Y cómo se obtiene la energía eléctrica con la que funcionarán esos autos? Si es mediante combustibles fósiles, ¡arreglados estamos, milord! Es como ir al cine y, en vez de pagar el ticket a la entrada, hacerlo cuando se termine la película. ¡De todos modos hay que soltar los dos pesos!
Respecto a la electricidad producida por centrales atómicas, la «seguridad» de los desechos, y la del propio proceso de generación, vuelan como urracas sobre quienes toman decisiones. La tragedia de Chernobil, en 1986, indujo a repensar las ventajas de la energía atómica —Italia renunció a ella en un referéndum, en 1987—, y varios países europeos tienen en el horizonte la clausura de sus reactores. La carretera no es muy larga en esa dirección...
Queda, entonces, la posibilidad más práctica —aunque la más difícil para la humana comodidad— mientras las energías renovables caminan hacia su aún lejano apogeo: cambiar los hábitos. Sí, porque imagino que si cada persona deseosa de tener un carrito de estos se hiciera con él, el apagón iría desde Londres hasta Glasgow, sin escala. El indiscriminado consumo de petróleo ya nos ha traído a los terrícolas algunos problemitas; ¿será necesario repetir la experiencia con la electricidad?
¿Por qué no detenerse mejor en tecnologías que sirvan a todos, en el desarrollo de transportes públicos, cuyo servicio sea más sostenible, y en el de los grandes vehículos de carga, que hasta el momento no tienen su alternativa eléctrica viable?
Y me pregunto, por último, si cuando miles, millones de autos silenciosos recorran las hermosas avenidas de Madrid, Berlín y París, habrá otros tantos que paseen por la haitiana Puerto Príncipe, o por la etíope Addis Abeba... ¿También habrá pastel eléctrico para los que vivan allí?
Sospecho que no. Pero este planeta, maltratado por nuestras inequidades, nos hará saber su protesta. A su tiempo...