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Las emociones nunca mienten

Autor:

Juventud Rebelde

Las emociones son lo más recóndito y verdadero que tenemos. Cuando algo alcanza ese universo íntimo y lo convierte en mar encrespado, entonces adquiere sentido. Esa verdad volvió a mí el martes pasado mientras asistía al estreno de Ciudad en rojo, ópera primera de la cineasta cubana Rebeca Chávez, cuya puesta tuvo lugar en el teatro capitalino Carlos Marx durante el acto que celebró los cincuenta años del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC).

Si la fibra espiritual de un filme puede medirse por las reacciones de quienes lo desgranan, tendría que decir que esa médula es firme e intensa en la obra dirigida por Rebeca. En algún instante mi reacción, como la de otros amigos, fue llorar. Y aclaro que, quizá porque las lágrimas andan empozadas en rincones adonde ni yo logro llegar últimamente, me resisto a soltarlas así como así.

Ciudad en rojo, nada convencio-nal, preñada de una tensión sostenida en una violencia que no se regodea en sí misma pero nos mantiene alertas, conduce a un pasado cuyos hilos llegan al presente; y desliza verdades a través de historias que se van entreverando mientras la película se precipita hacia el final.

Quiero detenerme en lo que sentí me decía esta cinta inspirada en la novela Bertillón 166, de José Soler Puig, que aborda la vida en Santiago de Cuba durante la lucha clandestina contra la dictadura de Fulgencio Batista.

Impacta esa ciudad de finales de los años cincuenta marcada por la muerte. Rebeca Chávez recordaba en un diálogo que Juventud Rebelde publicó antes de estrenarse el filme, cómo Soler Puig había escrito su obra literaria «sintiendo las emociones de los personajes y leyendo casi diariamente la sección de Juzgados, del periódico Diario de Cuba, donde aparecían las listas de las personas fallecidas. Como causa de la muerte escribían “Bertillón 166”, que significa el homicidio por arma de fuego».

Nos asomamos a una urbe donde la vida es un espejismo. Todos los movimientos bordean lo siniestro. Los boleros desde el fondo de un bar, los colores intensos, los diálogos múltiples, el contoneo de las mujeres por las calles estrechas y empinadas, el rumor tibio de los hogares, el ajetreo del comercio y de quienes salen a tomar el sol, conforman la respiración de una ciudad al borde del colapso. Los escenarios son trampas; sobre ellos gravita un ejército formado por cubanos de las fisonomías más diversas, listos, por el modo en que todo está estructurado y dispuesto, a matar otros cubanos.

Entonces, frente a las imágenes del filme, una trata de imaginar el coraje que hizo falta para romper prejuicios, para creer en la posibilidad de ganar en una lucha —no con o sin el ejército— sino contra él. Y nos conmueve poder asomarnos al sacrificio de quienes se propusieron volar en pedazos un estado de cosas que parecía eterno.

La juventud y belleza de quienes se atreven a luchar, algunos con caras de niños, también resultan sobrecogedoras. Viendo el filme llegué a preguntarme si todos los que se arriesgaban a tanto estaban lo suficientemente apertrechados desde el punto de vista teórico. Y reparé en que no necesariamente, pero que en situaciones revolucionarias, cuando vivir se hace insostenible, cuando la humillación es la palabra de orden, la ética más elemental y el sentido común pueden ser suficientes, y que lo demás se va sumando por el camino una vez que lo peor, el comienzo, haya tenido lugar.

El joven que en el filme no deja de pensar en que ha matado a un hombre, nos enfrenta al drama humano del sentimiento de culpa, y nos hace meditar sobre la violencia, sobre si es o no legítima. El sastre —maravillosamente interpretado por el actor Mario Guerra— que dice «estar quita´o» de las andanzas políticas porque ya se casó, es asesinado en su propia casa. Y eso nos recuerda que cuando el círculo de una situación se cierra, es absurdo estar al margen.

En el momento de mayor tensión, no se escucha un solo disparo: son las madres santiagueras, vestidas de negro y en protesta silente, enfrentadas a los cañones de los sicarios. Y el punto que desata lágrimas es ese en el cual una camioneta se lleva apilados, como animales, a un grupo de muchachos que han muerto combatiendo en el corazón de la ciudad.

El llanto no ha sido tan sencillo como decir: «pobrecitos... murieron». Es que ante nuestros ojos, en una escena verosímil que alude a hechos reales, desfilan los muertos de la felicidad nuestra. Y nos invade una sensación de gratitud muy honda por la rebelión, pero también la certeza de que sería imperdonable perder lo alcanzado, extraviar las ilusiones que catapultaron a tantos a lo heroico.

Son las ilusiones que hicieron posible la Revolución, suerte inconclusa, que en el punto actual nos descubre alejados de la ferocidad animal, pero que, humana al fin, está llena de encrucijadas, angustias, conflictos y nuevos horizontes. Es la Revolución impregnada de la misma fe en la cual cree el combatiente que en Ciudad en rojo ajusticia al esbirro. Mientras él toca el piano en su hogar, después del atentado, tiene ante sí una frase de don Miguel de Unamuno: «La fe que no duda, es fe muerta». Y es ahí donde nos damos de bruces con una de las verdades más desafiantes y salvadoras del filme.

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