En un sitio concurrido de mi mente están grabadas las imágenes del lugar donde nací: retratos de un pretérito sencillo y profundo, al que siempre acudo cuando, agobiado por la nostalgia y la prisa, me antojo de volver a las raíces.
Muchacho al fin, allí cometí bastantes travesuras. No pocas veces caminé por encima de grandes sembradíos a espaldas de los sacrificios sudorosos de mi abuelo. Bien pequeño aprendí a diseñar muñecos de fango con los moldes ajustados a la imaginación de un inquieto chiquillo. Y poco a poco dibujé con trazos criollos mis primeras alegrías, sin más ventura que la aventura de vivirlas.
De todo ello atesoro sensibles memorias; anécdotas y escenas que conforman un patrimonio de añoranzas personales; reservorio de oxígeno y luz, esa misma luz que lleva hasta en su nombre el discreto rincón villaclareño de donde soy.
Ahora entiendo mejor aquella rápida respuesta del literato y folclorista de Camajuaní, René Batista Moreno, al que una vez le pregunté si seguiría contando historias de charcas y güijes aunque no pudiese desandar los campos como antes. Y con voz resuelta me dijo: «Ya eso no hace falta, hijo. El cuadro de mi campiña lo tengo tallado dentro».
Por estos días, tras la cólera de Gustav y Ike muchos hombres han vuelto a sus orígenes. Y lo han hecho para abrazar pechos conmovidos y dar unas palmadas en el hombro al buen vecino de antaño, o al viejo amigo de infancia y juventud que tal vez perdió la casa pero no la comodidad de que nos provee tener un pasado.
Es el caso de Kcho (Alexis Leyva Machado), apegado al sensible pincel de sus adentros para devolver la armonía a los paisajes de su Isla natal. Igual de ocupado sigue el popular Carlos Gonzalvo, quien entre chistes ha demostrado a sus coterráneos que el ingenio y la agudeza cubanas ni en broma pueden compararse con la mente de un pollo.
Quienes se disponen al reencuentro con los suyos miran atrás porque las ráfagas de Gustav y Ike sacudieron su interior; porque no hay tormenta más poderosa que la conciencia y la memoria batiendo juntas; porque la vida no es solo materia, sino espíritu, pensamiento, esencia misma.
Por eso, siempre que vuelvo al batey La Luz, le pongo las riendas de mi mente a mi viejo caballo de palo. Y me lanzo a cabalgar. Unas veces corro entre surcos, imitando a famosos jinetes como un ingenuo zorro tropical. Y otras hasta empino mi inocente papalote «chiringuero», ya forcejeado por el tiempo para irse a bolina.
¡Cuánto placer el de viajar a la semilla! ¡Qué gratitud la de poder redescubrirnos cuando se necesita superar un capricho, por natural que parezca! ¡Qué pasión la de ese romántico y potente torbellino que bate en las entrañas!